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Una reunificación ejemplar

Jueves, 14 de noviembre de 2019 00:00

El 7 de enero de 1990 publiqué en este matutino la nota "¿Habrá una sola Alemania, alguna vez?". No era una pregunta retórica, sino que trasuntaba el pensamiento de la época, ya que la caída del Muro de Berlín -de la que se acaban de cumplir treinta años- sorprendió tanto a alemanes como a no alemanes. Veamos.

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El 7 de enero de 1990 publiqué en este matutino la nota "¿Habrá una sola Alemania, alguna vez?". No era una pregunta retórica, sino que trasuntaba el pensamiento de la época, ya que la caída del Muro de Berlín -de la que se acaban de cumplir treinta años- sorprendió tanto a alemanes como a no alemanes. Veamos.

 

Entre los primeros, existían dos grupos: los críticos "amables", es decir, aquellos deseosos de que la RDA siguiera su vía comunista, bien que admitiendo cambios no simplemente cosméticos, eran la voz dominante aquellos días. Los había en el Este y se hicieron sentir cuando el entonces premier ruso Gorbachov visitó a su par comunista Honneker poco antes de la apertura de las fronteras, al atronar por las calles de la ciudad vieja de Berlín el célebre "Wir bleiben hier" ("nosotros nos quedamos aquí").

Ellos no querían huir a Occidente como había sucedido aquel verano con las decenas de alemanes orientales que tomaron casi por asalto la embajada de Bonn en Praga, sino que preferían permanecer en el país, aunque bajo la condición de una mayor apertura a Occidente y de un profundo cambio en las estructuras del Partido Comunista y del gobierno, sospechados de corrupción, como se probó, para sorpresa de muchos, poco más tarde. Y ese era también, en lo esencial, el discurso de la mayoría de los estudiantes occidentales con los que tropecé en las universidades de Munich y de Mnster, en general más próximos al socialismo y al partido verde, quienes propugnaban dejar a sus hermanos del Este arbitrar su propio destino, en la esperanza de que, aflojadas las cadenas de lo peor del socialismo, no incurran, como decían observar negativamente en el Oeste, en el individualismo y en un capitalismo consumista y deshumanizante.

En Occidente

Por su parte, los alemanes occidentales fuertemente distanciados del régimen de la RDA ambicionaban tanto el fin del comunismo cuanto la reunificación alemana, la que debía retornar a las fronteras de 1937, es decir, antes de que Hitler ocupara Austria y los Sudetes checos, lo cual suponía la recuperación de vastos territorios que desde 1945 integran Polonia y la entonces URSS. Sin embargo, en un primer momento no creyeron posible dicho objetivo, como lo prueba el famoso plan de "Diez puntos" presentados por el canciller occidental Kohl en noviembre de 1989, y por el que solo aspiraba a constituir con la RDA una mera "confederación".

Los no alemanes

En cuanto a los no alemanes, también existían dos grupos. El primero era el de las potencias vencedoras de la segunda guerra, las que expresaron, de inicio, sus temores ante una Alemania reunificada. Berlín mismo era el símbolo de una lucha que nunca había terminado en lo formal, si se recuerda que la ciudad no era estrictamente Alemania, sino un pedazo de las cuatro potencias vencedoras cuyos pabellones ondeaban orgullosos en las entradas de la ciudad y en sus distintos "check points" interiores.

El segundo lo integraban países que por tantos motivos consideran a Alemania su madre patria cultural lituanos, estones, letones, eslovenos, croatas- y que vieron a aquella como el motor de sus propias independencias que ellos, pequeños en número y fuerza respecto de la URSS, no eran capaces, por sí mismos, de concretar: todavía recuerdo en agosto de 1991, durante un congreso internacional, el pedido (mejor, la imploración) de los profesores de Filosofía del Derecho de Eslovenia a la alcaldesa de G"ttingen para que Alemania reconozca a su país, como punto de partida para su segregación de Yugoslavia, en los albores de la cruenta guerra que asoló a ese territorio. El panorama, treinta años atrás no era sencillo y puso a prueba si cabía confiar en una Alemania definitivamente pacifista y si la unidad trabajosamente construida desde 1950 en Europa Occidental era genuina. La conclusión es conocida, pero es interesante recrear algunas tensas aristas de entonces. El reencuentro. En lo que concierne a los alemanes, pronto advirtieron que la reunificación -ese viejo tabú vedado por decenios-, era inevitable. Es que la euforia nacional sintetizada en la libertad de tránsito y de divulgar las ideas, y en el reencuentro de familias y amigos, además del gran aporte económico que todos sabían provendría de la mitad occidental, derribaron los recelos de los "amables" al este y al oeste y llenaron de gozo a la abrumadora mayoría de la población oriental y a los occidentales tradicionalmente ligados a la democracia cristiana: esta última nunca había propiciado el reconocimiento a la RDA, obra del canciller socialista W. Brandt, y siempre ambicionaron la unidad, como lo muestra el nombre de su misma Constitución (inspirada por su líder Adenauer), la que no se llama así, sino "Grundgesetz" (Ley Fundamental) porque se entendió provisoria, hasta tanto la reunificación hiciera posible el dictado, entonces sí, de una verdadera Constitución.

Europa. Ante ello, era preciso que Alemania “seduciera” a Europa y al resto del mundo, temerosos del pasado teutón. En esto jugó un papel clave el ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Kohl, H. D. Genscher, del Partido Liberal, quien le exigió (como precio para mantener la coalición de gobierno) que Alemania debía renunciar a los territorios perdidos luego de la Segunda Guerra, algunos de altísimo significado espiritual (¡nada menos que Prusia Oriental, cuya capital, Könnigsberg, es la cuna del más grande filósofo alemán, I. Kant!). El canciller, que no quería eso, lo aceptó, calmando así los temores de las potencias vencedoras, por lo que desandó el camino de la reunificación y tornó efectivamente verdadero el discurso de integración que la Europa de posguerra había aprendido a deletrear. Y Kohl tuvo su recompensa: en diciembre de 2001 ganaba contundentemente las primeras elecciones de la Alemania reunificada. A su vez, para algunos países vinculados culturalmente con Alemania, la influencia germana en su proceso independentista fue patente, dejando abierto el camino que los condujo a integrar, más tarde, la Unión Europea. 

La conducta alemana

A treinta años de aquellos acontecimientos, la conducta del pueblo alemán revela un ejemplar ejercicio de su identidad y de sus derechos comunitarios, así como un adecuado respeto por los derechos de las naciones circundantes (máxime cuando debió resignar territorios y raíces emblemáticas). Pero es también ejemplificador el obrar de Europa y de las potencias extra europeas que con pareja imaginación y generosidad, lograron resolver la hasta entonces irresoluble “cuestión alemana”. Las enseñanzas que lega esta fecha son muchas y reconocen diversos mentores. Arriesgo dos, procedentes de países por siglos enfrentados: Leibniz, alemán, que escribió en francés sus célebres cartas sobre la tolerancia religiosa y Voltaire, francés, a quien siempre le preocupó más allá de y justamente por- su     espíritu provocador, el respeto incondicionado al pensamiento del otro     en tanto que otro. Nunca lo recordaremos lo suficiente. Porque su     legado (cultivo de la paz y del reconocimiento de la dignidad de todo     ser humano) no toca solo a una Europa que por momentos parece     desconocerse de la gran gesta aquí descrita. Es que se trata de una enseñanza universal.
 

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