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Hong Kong rompe la calma en China

Martes, 25 de junio de 2019 00:00

La famosa metáfora del "cisne negro", aquel acontecimiento inesperado e imprevisible que modifica radicalmente un escenario y abre un horizonte preñado de incertidumbres, es la forma más adecuada para caracterizar lo que sucede en China a partir de lo ocurrido en Hong Kong, ese próspero enclave de 7.200.000 habitantes, cuyo ingreso por persona supera los 50.000 dólares anuales, transformado en un centro de movilizaciones de protesta que arrinconaron al gobierno local y colocaron al régimen de Beijing frente a la inédita situación de tener que dar marcha atrás ante un abierto desafío a su autoridad.

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La famosa metáfora del "cisne negro", aquel acontecimiento inesperado e imprevisible que modifica radicalmente un escenario y abre un horizonte preñado de incertidumbres, es la forma más adecuada para caracterizar lo que sucede en China a partir de lo ocurrido en Hong Kong, ese próspero enclave de 7.200.000 habitantes, cuyo ingreso por persona supera los 50.000 dólares anuales, transformado en un centro de movilizaciones de protesta que arrinconaron al gobierno local y colocaron al régimen de Beijing frente a la inédita situación de tener que dar marcha atrás ante un abierto desafío a su autoridad.

La chispa que encendió la pradera fue un proyecto de ley que permitía la extradición de ciudadanos de Hong Kong ante una solicitud de la justicia de China continental. Esa reforma implicaba una seria amenaza a la supervivencia del sistema legal de Hong Kong, heredado de la administración británica y basado en la independencia del Poder Judicial y la irrestricta de vigencia de los principios del Estado de Derecho.

Para la gran mayoría de la población, esa modificación era una espada de Damocles que pendería sobre su estilo de vida y el vigor de su respuesta estuvo a la altura de la dimensión de ese peligro.

La escalada de protesta, que empezó en marzo y fue en ascenso a pesar de la enérgica represión gubernamental, culminó con una movilización multitudinaria que Jimmy Sham, dirigente del Frente Civil de los Derechos Humanos, estimó "en cerca de dos millones de personas", quienes al grito de "­desechen esa maldita ley!" obligaron a la jefa de gobierno, Carrie Lam, no sólo a anunciar la decisión de revisar el proyecto sino a pedir disculpas por el error.

En ese contexto, las autoridades locales anunciaron también la liberación de Joshua Wong, líder de la llamada "revolución de los paraguas" de 2014, una anterior oleada de protestas desencadenada contra una resolución de Beijing que establecía la facultad del veto gubernamental a las candidaturas para cargos locales.

Pero hasta estas inéditas concesiones gubernamentales resultaron insuficientes. Los grupos opositores, envalentonados por el éxito, piden ahora la renuncia de Lam. Esa exigencia está más allá de lo que Beijing está dispuesto a tolerar. Para el régimen chino, acceder a la remoción de la jefa de gobierno como consecuencia de una revuelta popular significaría establecer un precedente demasiado riesgoso, que podría abrir una caja de Pandora para la gobernabilidad de un país de 1.450 millones de habitantes.

Un país, dos sistemas

Lo que está directamente en juego en esta disputa es la efectiva vigencia del principio de "un país, dos sistemas", acuñado por Deng Xiaoping, que fundamentó el acuerdo suscripto entre China y Gran Bretaña en 1997, que permitió la devolución de Hong Kong a la soberanía china, convirtiendo a la ex colonia en una "región administrativa especial" y concediéndole un estatuto legal propio por un período de cincuenta años.

Ese estatuto especial tiene características radicalmente distintas al sistema de gobierno imperante en el resto de China, constitucionalmente fundado en el poder omnímodo del Partido Comunista. La diferencia más importante reside en la existencia de una nítida división entre los tres poderes del Estado, que opera como una garantía para la protección de los derechos individuales.

Los poderes legislativo y ejecutivo tienen rasgos singulares. El Poder Legislativo está compuesto por una cámara de 70 miembros, una mitad elegida por el voto popular y la restante integrada por representantes de distintas asociaciones y grupos de interés en los que suelen predominar las opiniones de Beijing. Mientras tanto, el titular del Poder Ejecutivo es nombrado por esa asamblea pero su designación tiene que ser ratificada por el Consejo de Estado chino.

Este acuerdo para la transición acordado entre Beijing y Londres posibilitó durante más de dos décadas que la vida en Hong Kong se desenvolviera con bastante normalidad, sin que la interferencia del poder central se hiciera sentir demasiado en la esfera cotidiana de sus habitantes. Esto posibilitó que el éxito económico de la antigua colonia británica se beneficiara también con el fenomenal ascenso de China.

La pujante burguesía Hong Kong prosperó tanto o más bajo este sistema que durante la administración británica. Si Hong Kong fuera un estado independiente, hoy sería la décima potencia económica mundial. Su plaza financiera, junto a la de Nueva York y Londres, es una de las tres más importantes del mundo. El problema es que ese estatuto especial, suscripto en 1984 y ejecutado a partir de 1997, que permitió la devolución de Hong Kong a la soberanía china luego de la derrota militar en la "guerra del opio" de 1842, vence en 2047 y entre sus acaudalados hombres de negocios cunde una preocupación creciente sobre lo que sucederá después.

Varios platos pero un solo cocinero

Pero la incertidumbre sobre el porvenir de Hong Kong remite a un fenómeno mucho más vasto. Cuando en 1984 la primer ministra Margaret Thatcher y su colega chino Deng Xiao- ping firmaron el tratado de devolución a China de la colonia británica (sugestivamente dos años después de la guerra de Malvinas), el régimen de Beijing recién iniciaba su drástico proceso de reformas económicas y apertura internacional.

El escenario mundial, signado todavía por la guerra fría, era totalmente distinto al que presenta el mundo de hoy. En aquel entonces, existía en Occidente un consenso mayoritario sobre que ese avance hacia la economía de mercado impulsaría una era de prosperidad que promovería el surgimiento de una nueva y vigorosa clase media que, una vez satisfechas sus necesidades básicas de consumo, demandaría una democratización del sistema político. Aquellas expectativas económicas se cumplieron con creces, pero los augurios políticos no, al menos todavía. Hasta ahora, la clase media emergente, volcada al consumismo sin límites no parecía demasiado motivada a cuestionar el rol hegemónico del Partido Comunista (concebido como intérprete de la voluntad de la sociedad) ni la legitimidad del sistema político que sustentó los fenomenales logros de las últimas décadas. Los panegiristas del régimen de Beijing reivindican la superioridad de su sistema y afirman que el pluripartidismo de las democracias occidentales supone la existencia de “varios cocineros que ofrecen todos el mismo plato”, mientras que en China hay un solo cocinero (el Partido Comunista) que ofrece diversos platos, a medida de las necesidades y las expectativas de la población, desde el cerrado comunismo de Mao Tse-Tung hasta la economía de mercado de Deng Xiaoping. Los manifestantes de Hong Kong parecen exigir que haya más de un cocinero. El interrogante es si esa inquietud no es el presagio de un cambio de época que adelanta     el surgimiento de un fenómeno eruptivo semejante en el resto de China.
 

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