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Los buscadores del “tapao” de la finca “El Colegio”, en Cerrillos

En Cerrillos, siempre se dijo que en los cerros del este había tesoros escondidos desde la época de Felipe Varela.  
Domingo, 29 de septiembre de 2019 00:18
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Hasta mediados de los años 60 del siglo pasado, en el pueblo de Cerrillos aún se hablaba mucho de los “tapaos” que supuestamente estaban enterrado entre pliegues y repliegues de los cerritos del este. Y ahí estaban -según los memoriosos- desde el tiempo de los Varela, cuando los cerrillanos al grito “a los cerros, a los cerros...” huían despavoridamente hacia las lomadas para esconderse de las hambrientas huestes del caudillo catamarqueño. Y como cada tanto las invasiones varelistas se repetían, los más adinerados, solían esconder con antelación sus dinerillos -en oro y plata boliviana- en panzonas ollas de barro que ellos mismos hacían. Las enterraban con el mayor sigilo, ya en alguna quebradita, otras al pie de un determinado árbol, o bajo de una gran piedra. En fin, cada uno escondía donde consideraba más conveniente. 

Los olvidos
Y pasó el tiempo, los Varela fueron echados a la frontera, como dice la zamba, y por aquí, ni el polvo se les volvió a ver. Y como las comunicaciones no eran como ahora, muchos cerrillanos nunca se enteraron de que Varela y sus huestes habían sido desterrados para siempre. Y por eso, por desconfianza o ausencias de arcas bancarias, resolvieron dejar entre los cerros sus ollitas a buen recaudo. A punto tal fue así, que muchos ricachones se llevaron el secreto a la tumba, pues antes, como ahora, la gente también solía morirse de solo estar. 
Y este dato de ollitas y tapados, extraviados o perdidos entre los cerros, atravesó los años con harta fuerza, sobre todo, por el ahinco puesto por dos viejos personajes del pueblo: Ceballos y Hessling. Ambos, criados en el pueblo entre fines del siglo XIX y principios del XX, sabían del asunto y por ello, dedicaron gran parte de sus vidas a la pasión de buscar los “tapaos” de la época de los Varela. Que se sepa, nunca encontraron nada significativo, pero uno de ellos -Ceballos- llegó hasta adquirir un primitivo detector de metales, pero aun así, murió cobrando la pensión de militar de la banda del Ejército Argentino.
 
La comidilla de los bares

Como decíamos, hasta los años 60 del siglo pasado, aún estaba fresco en Cerrillos, el tema de los “tapaos”. Y donde más se meneaba el tema era en los bares y almacenes, donde por las tarde-noche, los parroquianos iban para aviarse. Y por supuesto, de paso mataban el tiempo hablando sobre la vida, el trabajo, hazañas y cosas del pasado, pues aún la televisión no mal entretenía a la gente.
Y así fue que una tarde de mayo, en el bar-almacen de Arroyo, en la calle principal, saliendo para La Merced, ingresaron tres hermanos adolescentes a comprar mercadería por encargo de su madre. En el interior había cuatro o cinco parroquianos que alrededor de una mesa, hablaban sobre el tapado de la finca “El Colegio”, de don Celestino de los Ríos. Los tres changos que relativamente hacía poco que vivían en Cerrillos, de inmediato pararon las orejas para atender la conversa de esos hombres. Y más les interesó el tema porque vivían casi pegados a la finca El Colegio, y además, porque sus ancestros venían de una familia muy arraigada en San Carlos, Cafayate y El Barrial. Desde chicos habían escuchado las historias de los tapados y de la gente pudiente de los valles que solían esconder sus riquezas en iglesias, paredes de adobe, pozos y aljibes, justamente, por temor a los Varela. 
Y así fue que después de escuchar a los parroquianos con suma atención, los tres hermanos salieron dispuestos a ir por el “tapao” de la finca El Colegio.

Del cerro a la comisaría, en bicicleta policial

Luego del telefonazo de don Celestino, llegaron dos policías en sendas bicicletas. Venían por los incendiarios para llevarlos a la comisaría. Pero como eran cinco resolvieron dejar uno bajo custodia del robusto capataz y llevar al resto en sus bicis. Y así fue que cada cana -“Cuchita Mala” y “Pato Donald”- cargó un par de changos; uno en el portaequipaje y el otro en el caño. Pero a poco, para los hermanos las cosas empeoraron. Es que, camino a la comisaría, sí o sí, debían pasar frente a la casa paterna en calidad de detenidos, corriendo el riesgo de ser descubiertos por su padre. Y como el miedo no es como el coraje, le rogaron a los milicos que al pasar frente a la casa paterna, los dejaran ir en rigurosa infantería, es decir a pie para así evitar una segura pateadura. Los policías accedieron pese a que los detenidos podían evadirse en su propia casa. Pero los changos cumplieron su palabra, pasaron caminando y más adelante, de nuevo treparon a las bicis hasta llegar a la comisaría. Los hicieron sentar y a poco el cabo “Pulenta” los llevó ante el comisario René “El Chato” Juárez, a la sazón, el boticario del pueblo y amigo del padre de los incendiarios. Y como “El Chato” sabía de la extrema severidad del padre, resolvió con harto tino, aconsejarlos para que en adelante evitaran contratiempos. Luego los dejó ir, y los changos, para volver rápido a casa donde desde la mañana faltaban, treparon al vuelo al acoplado de un tractor que pasaba lentamente rumbo hacia donde ellos iban. 
 

Después de una fuerte helada, salieron en busca del “tapao” 
 

Y así fue que el entusiasmo de los hermanos -Kuqui, Coco y Carlos- pronto sumó a dos expedicionarios más: “Jeshula” y “Ruso”, un nieto de ucraniano. Los cinco se comprometieron en ir por el “tapao” de la finca “El Colegio”. Y como todos vivían cerca, consideraron que no era necesario llevar mucho avío. Creyeron que con un poco de pan francés y mortadela de Arroyo, más unas botella con agua, era suficiente para emprender la aventura. Por artillería, resolvieron llevar una honda o gomera cada uno, y un morral con piedras por si alguna urpila, bumbuna o perdiz se les cruzaba. Además llevaron, varias cajas de fósforos “Rancheras”. Era tanto para hacer fuego por el frío de mayo, como para detectar los gases que emanan de los tapados, pues habían escuchado que al levantar las piedras o lajas, debían acercar un fósforo encendido. Si había fogonazo, seguro era un “tapao“. 
Por fin, la expedición partió un sábado al mediodía, después de una fuerte helada. Ingresaron a la finca por el fondo, luego de faldear el cerro desde el linde norte. Cuando en el cerro alcanzaron las espaldas del casco de la finca, comenzaron con gran afán, a buscar el tapado gateando cuesta arriba. No dejaron piedra ni laja sin remover, aproximando siempre el fósforo encendido a la espera del milagroso fogonazo. Al principio se peleaban por levantar piedras y cavar con afán propio de quirquinchos, al tiempo que acercaba casi con temor, el consabido fósforo encendido. Y así hasta que un ocioso propuso reemplazar el fósforo por un manojo de paja seca, que a manera de antorcha acercaban a cada agujero que descubrían bajo las piedras o lajas. Y así, cuando la pequeña tea se consumía, encendían otra y tiraban la primera, sin darse cuenta de que tras ellos iban dejando un reguero de incipientes fuegos. Y pronto, por la sequedad del pajonal y el viento, los fueguitos comenzaron a propagarse por el matorral. Y por supuesto, asustados los expertos buscadores de tapados pronto se transformaron en desesperados bomberos que a brazo partido peleaban contra un fuego que al extenderse levantaba una columna de humo que se veía de lejos. Y así, la humareda alertó al capataz de la finca, hombre fornido que solía recorrer la finca en un brioso caballo blanco, facón a la cintura y un rebenque largo como de domador de circo. 
De un galope, el hombre llegó hasta el incendio donde los changos peleaban casi ciegos contra el fuego. Estaba furioso, no solo porque se habían metido a la finca sin permiso, sino también por el incendio. A los gritos y blandiendo el látigo, les ordenó que se quitaran camisas y camisetas, para que azoten el fuego y eviten así, la propagación de las llamas. Ahora el espectáculo era dantesco. Los expertos en tapados, parecía que bailaban la danza del fuego, con torso desnudo y todo. Y lo hacían al compás de un rebenque que cortaba el aire y lastimaba sus espaldas, mientras el gaucho no paraba de lanzarles maldiciones e improperios. Pero en eso que estaban a los brincos, llegó la peonada de la finca y así lograron parar el fuego. Extinguido el incendio, el capataz, látigo en mano y a los azotes, llevó cuesta abajo a los cinco exploradores delante de su caballo hasta llegar a la sala. Allí los dejó ante el patrón, quien sin decir una palabra, llamó a la policía por teléfono. 
 

 

 

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