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La pelea de los duendes que solo Mandinga pudo parar

Ocurrió una fría noche invernal de principios del siglo XX en el viejo camposanto de Cerrillos.  
Domingo, 01 de noviembre de 2020 02:48

Era una fría noche de principios del 1900, cuando los cerrillanos se despertaron sobresaltados por ruidos que provenían de una terrible pelea que al parecer se libraba en el centro del pueblito. El estrépito y las voraceadas de los contrincantes se escuchaban desde lejos, amplificados quizás, por el silencio que reinaba por aquellos tiempos en el diminuto poblado. Por momentos parecía que se azotaban cueros y en otros era metálico el ruidaje, igual que cuando dos hierros chocan con gran violencia. 
Llamó la atención de los parroquianos, que los peleadores que gritaban en medio de la oscuridad, lo hacían en una lengua extraña que nadie entendía, aunque por ahí se reconocían ciertos epítetos de grueso calibre. Pero además, las voces no parecían provenir de gargueros humanos sino que parecían salir desde las profundidades de un pozo, ya que los gritos hacían vibrar el aire mientras el ruido de los guascazos lastimaban como refusilos el sepulcral silencio de la noche invernal.

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Era una fría noche de principios del 1900, cuando los cerrillanos se despertaron sobresaltados por ruidos que provenían de una terrible pelea que al parecer se libraba en el centro del pueblito. El estrépito y las voraceadas de los contrincantes se escuchaban desde lejos, amplificados quizás, por el silencio que reinaba por aquellos tiempos en el diminuto poblado. Por momentos parecía que se azotaban cueros y en otros era metálico el ruidaje, igual que cuando dos hierros chocan con gran violencia. 
Llamó la atención de los parroquianos, que los peleadores que gritaban en medio de la oscuridad, lo hacían en una lengua extraña que nadie entendía, aunque por ahí se reconocían ciertos epítetos de grueso calibre. Pero además, las voces no parecían provenir de gargueros humanos sino que parecían salir desde las profundidades de un pozo, ya que los gritos hacían vibrar el aire mientras el ruido de los guascazos lastimaban como refusilos el sepulcral silencio de la noche invernal.


“Están peleando a los azotes”, dijo uno de los curiosos recién arrimados, aunque en medio del bochinche también se podía escuchar cuchillos que chocaban con violencia. De a ratos también se podía escuchar como huesos o maderas que se sacudían en el interior de una bolsa. Pero eran supuestos, al reinar tanta oscuridad nadie podía distinguir nada de nada. Solo se escuchaban golpes, ruidos, alaridos e imprecaciones proferidas por los duelistas.
Pero pese a la hora, el frío y la oscuridad -el pueblo por entonces solo se alumbraba hasta una hora después de la oración con pálidas lámparas de aceite-, los curiosos de a poco se fueron juntando casi a tientas en la placita. Algunos trajinaban brazo en alto, velas o mecheros para intentar vislumbrar mejor la trifulca, y sobre todo para reconocer a los feroces contendientes que no daban ni pedían tregua.
A poco, la gente pudo ubicar el lugar de la trifulca. Era en el descampado trasero de la iglesia, en el mismo sitio que hacía unos veinte años había ocupado el primer camposanto del pueblo. Pero la curiosidad pudo más y la gente, asustada y todo, de a poco se fue acostumbrado a la penumbra y acercándose cada vez más al lugar y tratar de ver mejor la pelea. Un duelo que por lejos, era el más escandalosa que hasta entonces se tenía memoria en Cerrillos y sus alrededores. Y así fue que cuando el gentío pudo distinguir, gracias a velas y mecheros en alto, que los protagonistas de semejante jaleo no eran cristianos sino un par de horrorosos duendes, de inmediato se desencadenó el pánico. Y así, espantado hasta el horror, todos comenzaron en tropel a recular en medio de la oscuridad, pues velas y mecheros se habían apagado por la repentina estampida humana.
Y así, entre ayes, gritos y aullidos de dolor, perros y cristianos emprendieron la retirada pisoteando a su paso a los que habían tenido la desgracia de caer en la atropellada. El desbande fue total y como es de imaginar, al revelarse la identidad de los peleadores, todos quedaron aterrorizados. Pero muchos, luego de carrerear un trecho, se detuvieron para tratar de seguir viendo las alternativas del inusual combate, aunque ahora, más bien parando la oreja. Es que cayeron en cuenta que quizá nunca más en la vida podrían volver a ver o escuchar algo parecido.

Espanto

Y lo que más los aterrorizó, según se dijo, fue ver a los duendes sin las características vestimentas con que se los conoce. Ahí no eran dos petisos botudos, cabezones y con sombreros alones. No, lo que ahora habían visto en la penumbra, eran dos criaturas horribles, desencajadas, con dentaduras enormes insertadas en una calavera pequeña y melenuda, coyunturas al aire y con patas más bien de caraguay. Sus manos de lana ahora se veían fibrosas y agrietadas, en tanto que las metálicas se mostraban herrumbrosas, con clavos y alambres atravesados. Aún con ese aspecto hueco y horroroso, de sus entrañas podían salir impresionantes gruñidos y alaridos desafiantes. 
Y así, encarnizados seguían peleando como perros de carnicero. Ambos, recibiendo y dando guascazos a diestra y siniestra, con relumbrosos taleros que manejaban con envidiable maestría. Uno, el que daba la espalda al naciente, era el del aljibe, dueño y señor ahora del campanario. Y el otro, el retacón recién llegado, era el que se había aquerenciado en el caserón colindante con el viejo cementerio.
Y vaya uno a saber las razones que trajinaban, pero ahí estaban esas dos criaturas feroces y malignas, enfurecidas y llenas de ira, prodigándose un durísimo castigo, pero sin que de sus ajados y horrorosos pellejos se les escapara ni un solo ay, y sin que se les cayera nada, salvo sus enormes dientes que de inmediato volvían a crecer.
Contaban los memoriosos, que cuando topaban sus manos metálicas, a veces despedían enceguecedores refusilos o si no, caían bolas de fuego que no bien tocaban el suelo salían rodando en busca de las huesudas y torcidas extremidades del contrincante. Y de esta manera, entre guascazos, brincos, alaridos, rayos y bolas buscapiés, iba transcurriendo la noche hasta que de improviso, el del aljibe logró asestarle al otro un terrible manotazo con la de fierro. Y fue tan contundente el golpe, que el aporreado casi queda en la posición prohibida para este tipo de criaturas, es decir arrodillado y suplicante cómo un cristiano ante la Cruz.
Pero lejos de ello, el del caserón se irguió como un basilisco, dispuesto a matar de un solo vistazo. Atropelló talero en mano al campanero como si fuera un remolino. Iba levantando polvareda y asestando manotazos y guascazos a diestra y siniestra, de arriba para abajo y de abajo para más abajo, hasta obligar al campanero defenderse de los golpes que traicioneramente buscaban perjudicar sus colgantes badajos. Pero el atropellado no era de arrear así nomás, y de entre la polvareda sacó fuerzas de donde no tenía y a puro guascazos y patadas contraatacó con harta ferocidad, lanzando al aire terribles y sonoros cuescos para tratar de asfixiar a su oponente azufrando el lugar.
Pero el otro, para no ser menos y no quedar en inferioridad de condiciones, repelió el venteo enemigo con el suyo que al parecer, era de mayor potencia, sonoridad y hediondez. Fue tal la hedentina que entre los dos esparcieron por el lugar, que los curiosos que ya se habían rejuntado de nuevo, se vieron en la necesidad de recular violentamente.

Mandinga

Y cuando todos los presentes estaban convencidos que en adelante ya nada peor podrían ver, apareció un personaje inesperado: Mandinga en persona, dispuesto a sosegar el ánimo de los petisos y enfriar las furias de los encarnizados duendes. Y así fue que por la luminosidad que despedía el rey de los infiernos, los curiosos pudieran vislumbrar que alrededor del redil, pegados a un muro de adobe, se habían juntado un montón de duendes más. Ahí estaban el panadero que vivía en el fondo del horno y que de tanto en tanto hacía quemar los bollos; el duende ferroviario cuya jugarreta favorita era desenganchar vagones durante las maniobras de los trenes; el de la finca de Cánepa, que se entretenía tocando a deshoras el fierro llamador que colgaba de un algarrobo; el municipal, dispuesto siempre a desparramar basura y apagar los faroles de la plaza; el duende del matadero que de noche se entretenía molestando a los animales que descansaban en el corral. Y también estaban ahí, los duendes higueros, esos que vivían a la sombra de las viejas y enconosas higueras y que para hacer encolerizar a las viejas se comían las mejores brevas. 
Y también presenciaba el duelo, el “ocupa”, ese duende que se había aquerenciado en el mausoleo abandonado de don Mariano Alemán y que vivía y haciendo pillerías en la punta de la loma. Todos de aspectos horribles y espantosos, pero que desde la espesa penumbra reinante habían estado siguiendo en silencio todas las alternativas de la pelea.
El hecho es que cuando los contendientes sintieron la presencia del Maligno, de inmediato sosegaron en su belicoso accionar. Pero no contento con ello, Lucifer los zamarroneó de la cabeza como dos muñecos de trapo, hincándolos cada tanto con su rojiza cola arponada. Y mientras los pendencieros eran maltratados, curiosas y curiosos horrorizados dieron media vuelta en la oscuridad y en tropel regresaron espantados a sus casas, jurando nunca más volver a espiar un jaleo     nocturno como ese.

 
 

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