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Cuando una creciente del Bermejo casi se lo lleva al doctor Jakúlica

Ocurrió hace sesenta años, el 6 de febrero de 1960, en Pozo del Surubí. 
Domingo, 01 de marzo de 2020 01:19
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Lo que aquí vamos a contar, ocurrió hace 60 años, el 6 de febrero de 1960, cuando en ese verano se produjo la máxima creciente del Bermejo. Y quien relató el apasionante acontecimiento al diario El Tribuno, fue su propio protagonista: el doctor Domingo Jakúlica (1921- 2006) quien por entonces tenía 39 años y en cuya oportunidad casi pierde la vida. 

Pero leamos lo que cuenta Jakúlica: “Tres estudiantes porteños: Carlos Prola, César Salerno y Omar Benito llegaron desde Buenos Aires, trayendo desarmados dos botes de lona con el propósito de navegar el Bermejo y volver al punto de partida por el río.

Consigo convencerlos de que dicho proyecto es una locura, ya que las grandes crecientes, en esta época del año, hacen al río muy peligroso. Y con ese tipo de bote la aventura sería un suicidio.

Resignados a volverse en tren como habían llegado, pasan varios días en una carpa en San Agustín (apareje cercano al Bermejo) y navegamos con los botes en la laguna. Antes de partir quieren hacer que los botes, al menos, toquen las aguas del Bermejo. 

Ante la insistencia, colocamos uno en el agua, en “Pozo del Surubí”, y acompaño a Carlos Prola, a su ruego, a dar unas cuantas remadas. Es el 6 de febrero de 1960, día de la creciente máxima. El río viene por encima del monte, banda a banda: es un verdadero mar de aguas turbias.

Remamos sobre los árboles que están junto a la orilla, unos ochenta metros, en aguas mansas. A pocos metros más adelante, pasa toda la furia de la correntada. Carlos quiere entrar en la corriente y de ahí regresar al punto de partida. Me niego y discutimos. Quiero volver entre los árboles, más el insiste y forcejeamos un rato; pero cuando me insinúa que debo tener miedo, puede más el amor propio que la prudencia, y casi sin pensarlo entramos en la correntada.

Las orillas pasan ahora a gran velocidad. El bote gira y no lo podemos dominar; lo envuelven las olas por todas partes y, casi sin sentirlo, se da vuelta repentinamente. Pasamos frente a los demás muchachos, tomados de los extremos del bote volcado, es un remolino de aguas turbulentas, ante la impotencia y el estupor de todos.

Le grito a Carlos que no se asuste, que me deje el bote y trate de ganar la orilla. Se suelta y arranca nadando con un pique violentísimo; alcanza las rocas pero no puede agarrarse y la corriente se lo lleva muy lejos, a mi derecha. Yo voy por el centro de la correntada, sin dejar el bote. 

Semidesnudo en la corriente

Comienza a pesarme la ropa y lo suelto un instante para quitarme pantalón y camisa. Quedo semidesnudo. Nado fuertemente para tratar de alcanzarlo de nuevo. Luchando por tratar de ponerlo boca arriba, siento que el agua se agita cada vez más; ya es un oleaje violento. De repente me pierdo en la espuma y los remolinos de un rápido. Salgo varias veces a la superficie, medio ahogado. Apenas alcanzo a respirar, pues todo es un zarandeo espantoso. Cuando pienso que ya no resisto más, todo se calma de pronto y sigo por el centro de la correntada, completamente deshecho, sin fuerza ni para mantenerme a flote. Reacciono. Ya estoy muy lejos, las orillas están cada vez más distantes y del bote aparece todavía un extremo allí adelante. Trato de acercarme, lo logro, y cuando lo alcanzo, entro en el baile infernal de otro rápido. No me explico como salgo vivo. Del bote ya no quedan ni rastros. De Carlos no se nada: quedó muy lejos a la derecha, no se cómo le irá al pobre. Voy por el centro del río, que ahora no parece un mar. Quiero acercarme a la orilla y nado desesperadamente, pero es inútil. El agua me lleva donde quiere: soy un corcho a la deriva”.

Todo estaba perdido y apareció un cebil... 

En el difícil trance, el hombre decide “quemar las últimas gotas de energía” 

Cuando Jakúlica está a la deriva ve que las barrancas se acercan rápidamente y cuenta: “Creo que voy a chocar con violencia, pero los filetes de corriente que rebotan de costado, antes que yo llegue me lanzan de nuevo al centro del río. Ya no tengo esperanzas; se que no podré aguantar mucho tiempo. Pienso que en cuanto llegue a otro rápido me ahogo. Allá siento al rápido sonar con estridencia; quiero cambiar de rumbo pero la corriente me lleva y empiezo a desesperar. Siento que voy a morir y me invade la angustia. Pienso que ‘la próxima vez’ usaré salvavidas, pero ¿...habrá próxima vez?

Todo parece acabar y me invade un terror progresivo”. 

El cebil milagroso 

“La desesperación me domina. Apelo a las últimas fuerzas para serenarme; busco algo que me salve, y de pronto veo adelante un cebil, con la copa en el agua. Trato de corregir la deriva para ver de pasar lo más cerca posible del árbol. El corazón me late con fuerza en la garganta y saco fuerzas de donde no tengo para flotar; para acercarme, y de pronto, cuando siento que ya estoy enfrente, arranco con un pique desesperado, enloquecido, quemando hasta la última gota de energía.

Cuando siento las ramas tropezar en los brazos, me agarro fuerte. Pienso que me salvé y quiero gritar, llorar, reir, no sé que hacer. El corazón late ahora en las sientes tanto, que parece que se van a partir, que me va a estallar la cabeza. Respiro con desesperación. Un rato largo estoy así, tratando de componerme. Me faltan dos metros hasta la orilla. Me faltan dos metros escasos hasta la orilla, pero les tengo miedo, me siento flojo, sin fuerza y creo que no voy a poder nadar esos dos metros. Me animo, pero aflojo; no me decido a largarme. Al fin lo hago y toco la bendita tierra con los dedos, con la cara, me arrastro encima, beso el suelo y quedo allí tirado, como muerto. ¡Estoy salvado!”

En la otra orilla

“Cuando me compongo pienso dos cosas: en donde estará Carlos y como hago para salir de allí. Estoy en la otra orilla y muchos kilómetros aguas abajo. Al frente y a los costados, barrancas altísimas. No puedo seguir por la orilla, pero tampoco quedarme allí, ya que Carlos puede haber podido salir a la misma orilla más abajo y no sabrá que hacer en un monte que no conoce. Llego a la conclusión de que no tengo más alternativa que tirarme al río de nuevo. La sola idea me estremece, pero no tengo más remedio”. 

“Entro con precaución a la correntada, tratando de mantenerme contra la orilla y voy frenando el impulso tomandomé de las ramas y árboles que aparecen cada tanto sobre el agua. Cuando puedo, salgo de nuevo a la orilla e intentando seguir por el monte. Es un infierno de espinas y, desnudo como estoy, quedo en seguida lleno de sangre y cortaduras. Barro, tábanos, mosquitos, espinas; seguir es la locura. El monte de la orilla parece un alambre de púas, pero si voy por el río existe el peligro que la correntada me separe de la orilla al menor descuido, a la mejor aflojada, y me lleve ya sin remedio”.

En Orán, todos lo daban por muerto 

La noticia había corrido como reguero de pólvora, y un avión lo buscaba en el monte. 

“Se hace de noche. Salgo y me interno monte adentro, a rumbo; cayendo, tropezando, enganchando espinas, embarrado, lastimado, ensangrentado. Encuentro una vieja huella maderera y la tomo por más de una hora. De pronto veo una luz a lo lejos y cuando llego, es una lámpara y, junto a ella un hachador y una mujer que fuma. Se asustan al verme, pero reaccionan y me hacen sentar; me lavan las heridas, me dan ropa y algo de comer. Por fin me desplomo medio muerto en un catre y duermo hasta el día siguiente.

Temprano el hachador, Juan Fretes, me acompaña hasta la senda. El va a Embarcación y yo por Zanja del Tigre hasta el cable que cruza el río en la Estación de Aforos. A cada momento pasa un avión que seguramente me anda buscando, pero no me ve por el monte y la neblina.

Cuando llego a la quinta de Lafuente y cruzo por ella, veo venir tres hombres a mi encuentro: son el capataz y dos peones de mi quinta que iban, machete en mano, a buscar en los montes algún indicio sobre mi paradero. Con gran alegría, volvemos juntos hacia donde habían cruzado el río en la vagoneta de Agua y Energía, sobre el cable de la Estación de Aforos”.

Me daban por muerto

“A todo esto, en Orán ya me daban por muerto. La noticia había corrido por todos lados. En la noche se movilizaron Policía y Gendarmería y al amanecer, salió el avión a recorrer el río. A Carlos lo encontraron vivo la tarde anterior, cuando recorría el río un bote de Agua y Energía. Y como yo no aparecía, todos me dieron por ahogado. Antes de avisar a mi familia, se hizo una última tentativa y esa mañana estaban en la Estación de Aforos policías, gendarmes y amigos. Al chofer Vaca le habían ordenado volver a Orán si hasta las once de la mañana no había novedad. Y cuando ya estaba por salir, le dijeron, los que miraban con prismáticos, que los tres que habían cruzado por el cable se encontraron con alguien y que regresaban juntos.
Como en seguida nos tapó el monte, no nos pudieron ver hasta que estuvimos justo enfrente y entonces fue la locura de gritos, tiros, sombreros al aire, abrazos y hurras jubilosos, dando rienda suelta a la alegría del reencuentro y a la tensión tanto tiempo contenida. Me emocionó como si hubiera nacido de nuevo”.

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