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El 17 de enero de 1820, el general Belgrano se dirigió por escrito al gobernador de Tucumán, don Bernabé Aráoz, para solicitarle a cuenta de lo que le debía, $2.000 para viajar a Buenos Aires. A los dos días recibió una repuesta negativa: "El tesoro provincial está exhausto, por haber invertido sus recursos en gastos de guerra". No era cierto, en el norte las únicas provincias que estaban en pie de guerra eran Salta y Jujuy comandadas por el gobernador Martín Gemes. Por supuesto, la repuesta fue una mala noticia para Belgrano y por eso, una tarde le confesó a uno de los pocos amigos que le quedaban, don José Celedonio Balbín comerciante de Tucumán: "Ya no podré ir a morir a Buenos Aires; no tengo recursos para moverme. He escrito al gobernador (Aráoz) pidiéndole dinero y caballos para mi carruaje y me negó todo!".
Ante semejante revelación, de inmediato Balbín le ofreció el dinero que necesitaba. Belgrano le aceptó la oferta, pero con la condición de que sea a cargo de devolución. Fue un trato de caballeros, de amigos, y ni un solo documento avaló el arreglo.
Años más tardes de la muerte del general, en 1860, don José Celedonio Balbín le escribió a don Bartolomé Mitre, biógrafo de Belgrano, una carta donde entre otras cosas, plasma una semblanza de su entrañable amigo. Y dice así: "El general era de regular estatura, pelo rubio, cara y nariz fina, color muy blanco, algo rosado, sin barba, tenía fístula bajo un ojo (que no le desfiguraba porque era casi imperceptible), su cara era más bien de alemán que de porteño; no se lo podía acompañar por la calle porque su andar era casi corriente (rápido); no dormía más que tres o cuatro horas, montando a caballo a medianoche que salía de ronda a observar el ejército, acompañado solamente de un ordenanza. Era tal la abnegación con que este hombre extraordinario se entregó a la libertad de su Patria, que no tenía un momento de reposo, nunca buscaba su comodidad, con el mismo placer se acostaba en el suelo o sobre un banco, que en la mullida cama.
El general Belgrano era de talento cultivado, de maneras finas y elegantes, gustaba mucho del trato de las señoras; un día me dijo algo de lo que sabía lo había aprendido en la sociedad con ellas. Otro día me dice: Me lleno de placer cuando voy a visitar a una casa y encuentro en el estrado en sociedad con las señoras a oficiales de mi ejército; en el trato con ellas los hombres se acostumbran a modales finos y agradables, se hacen amables y sensibles, en fin, el hombre que gusta de la sociedad con ellas nunca puede ser un malvado.
Se presentaba aseado como lo había conocido yo siempre, con una levita de paño azul con amalares de seda negra que se usaba entonces, su espada y gorra militar de paño. Su caballo no tenía más lujo que un gran mandil de paño azul sin galón alguno, que cubría la silla, y que estaba yo cansado de verlo usar en Buenos Aires a todos los jefes de caballería. Todo el lujo que llevó al ejército fue una volanta inglesa de dos ruedas que él manejaba, con un caballo, en la que paseaba algunas mañanas acompañado de su segundo, el general Cruz; esto llamaba la atención porque era la primera vez que se veía en Tucumán. En los días clásicos que vestía uniforme, se presentaba con un sombrero ribeteado con un rico galón de oro que le había regalado (el hoy general) don Tomás Iriarte cuando se pasó del ejército enemigo. La casa que habitaba y que el general mandó a edificar en la Ciudadela era de techo de paja, sus muebles se reducían a doce sillas de paja ordinaria, un catre pequeño de campaña con delgado colchón que siempre estaba doblado; y la prueba de que su equipaje era muy modesto, fue que al año de haber llegado me hizo presente que se hallaba sin camisas, y me pidió le hiciese traer de Buenos Aires dos piezas Irlanda de hilo, lo que efectué. Se hallaba siempre en la mayor escasez, así es que muchas veces me mandó pedir cien o doscientos pesos para comer. Lo he visto en tres o cuatro veces, en diferentes épocas, con las botas remendadas... El general era muy honrado, desinteresado, recto...", recuerda Balbín, su amigo de Tucumán.
Los últimos días
Don Héctor José Iñigo Carrera cuenta los últimos días de este hombre que murió sumido en la pobreza y peor aún, bajo la indolente indiferencia de sus coterráneos porteños. "Acompañado de su limpia pobreza dice Iñigo Carrera-, de la atención de contados amigos y de sus parientes, vive sus últimos meses. Desde fines de marzo está en Buenos Aires, intentando una vez más en ese refugio histórico que fuera San Isidro, mitigar sus males como huésped de una hermana. Agotado el otoño, pasa a la vieja casona paterna y natal vecina a San Domingo. Las viejas enfermedades y continuos esfuerzos y tensiones provocados por su acción pública culminan en una hidropesía combinada con cirrosis hepática frente a las que ya nada es posible.
20 de junio de 1820. Son las siete de la mañana. Rodeado por pocos y fieles, muere Manuel Belgrano. Como último recuerdo quizás cruza su mente los tambres y clarines de "Castañares" o del "Campo de las Carreras". Una idea de país grande viene entonces a llenarle el alma. Y con ella deja este mundo.
Envuelto de acuerdo a su voluntad en el hábito dominico es enterrado ante la compañía de un breve cortejo en el atrio de la vieja parroquia que viera sus correrías infantiles y su heroísmo en el combate. Casi nadie repara en ese frío y angus tiado junio porteño, la desaparición del hombre patrio y padre de la Bandera...".