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Cuando el espectáculo devora a la gestión

Domingo, 28 de diciembre de 2025 00:00
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Escribir desde la neutralidad sobre Donald Trump se ha convertido en un ejercicio de alto riesgo. Cualquier análisis que reconozca un acierto de gestión se interpreta como un halago servil y cualquier crítica a su estilo pendenciero o a la erosión de las normas cívicas se lee como un ataque partidista.

El problema para el periodismo, y por extensión, para la ciudadanía, es que la retórica de Trump actúa como una niebla densa y asfixiante. Los hechos concretos, aquellos datos que en cualquier otra presidencia serían medidos en gráficas, quedan secuestrados por su verborragia. Su estilo volátil, que cambia de humor, dirección y víctimas a cada hora, desdibuja el fondo de sus políticas. La política deja de ser gestión y se convierte en espectáculo, una lógica en la que, como advirtió Vargas Llosa, la forma termina devorando al contenido.

Pero todo ello no es improvisado. En este segundo y último mandato es también una forma de aceleración deliberada. A diferencia de su primera presidencia, cuando aún chocaba con límites institucionales y con un Congreso en minoría, Trump gobierna ahora con la seguridad de quien ya no busca legitimarse, sino consumar su proyecto, consciente de que su tiempo político tiene fecha de caducidad.

Felicidad de bolsillo

En el terreno económico es donde la dicotomía entre el personaje y el ejecutor es más compleja. Trump ganó la elección porque entendió que los demócratas, en su torre de marfil de estadísticas macroeconómicas, ignoraron la felicidad del bolsillo. Mientras hablaban de la defensa abstracta de la democracia o de cifras de desempleo, Trump le habló al ciudadano que veía con angustia cómo su compra semanal de supermercado costaba más que el año anterior.

Ahora, en el poder, la paradoja se agudiza. Ganó prometiendo pelear contra la inflación y los altos costos de los medicamentos, pero su guerra de tarifas, ese "tarifazo" al mundo que usa los aranceles como herramienta de negociación geopolítica y que muchos viven como extorsión, presiona los precios internos al alza. Aunque el proteccionismo tiene un costo que paga el consumidor final, esa misma agresividad ha logrado que industrias estadounidenses que habían huido hacia la mano de obra barata en el extranjero vuelvan a invertir en el país, seducidas por la desregulación o aterradas por las sanciones.

Trump ha aplicado la filosofía conservadora de Ronald Reagan -menos impuestos, Estado más chico - pero inyectada con una dosis de populismo nacionalista. Sin embargo, la promesa de desmantelar la burocracia, encomendada con bombos y platillos a Elon Musk como emblema de una eficiencia radical, se ha topado con la realidad. El gasto público sigue prácticamente intacto y la reducción prometida no se ha materializado.

A Trump no le preocupa el déficit ni la ortodoxia fiscal. Le importa la percepción de bonanza inmediata. Esa lógica lo lleva incluso a negar la experiencia cotidiana, como cuando afirmó hace poco que la crisis de accesibilidad "es una mentira", en abierta contradicción con lo que cualquier ciudadano constata frente a la góndola del supermercado. Para su base, sin embargo, esa "verdad" pesa más que los hechos.

La estrategia geopolítica

Quizás el giro más pragmático de este mandato sea su relación con Silicon Valley. El otrora enemigo de las Big Tech, a las que acusaba de censurarlo y de conspirar en su contra, ahora se erige como su aliado estratégico. El cambio no nace de un repentino amor por la libertad de empresa, sino de una lectura geopolítica orientada a impedir que China lo supere en la carrera por la hegemonía global.

Trump ha entendido que la inteligencia artificial no es solo una herramienta comercial, sino un nuevo campo de batalla del poder mundial. Por eso respalda la innovación y frena regulaciones estatales que podrían ralentizar el desarrollo tecnológico, no por convicción liberal, sino por competencia estratégica. La premisa es que, si Washington no lidera la IA, lo hará Pekín. Y en el mundo de Trump no existe el segundo lugar.

En esa misma lógica se inscribe su política hacia América Latina. Trump no mira la región desde la diplomacia clásica ni desde el multilateralismo. La concibe como un espacio de disputa estratégica para frenar la expansión china y reafirmar el control estadounidense. Apoya a gobiernos afines, castiga a los díscolos y utiliza sanciones, bloqueos o incentivos según convenga al objetivo mayor. En una actualización cruda de la vieja Doctrina Monroe, las Américas vuelven a ser tratadas como esfera de influencia y perímetro de seguridad, no como un continente compartido.

Esa visión quedó plasmada en la nueva Estrategia de Seguridad Nacional publicada por la Casa Blanca. El documento habla sin rodeos de restaurar la preeminencia estadounidense en el hemisferio occidental y plantea reclutar aliados regionales, condicionar acuerdos comerciales, ampliar la presencia militar y frenar la influencia china en puertos, telecomunicaciones y otras infraestructuras críticas.

En ese marco se inscribe su ofensiva contra el narcotráfico, que en las últimas semanas pasó a ocupar el centro de su discurso, de ser un problema criminal o sanitario a definirlo como terrorismo y una amenaza a la seguridad nacional. Señala a los carteles como responsables de la muerte de miles de estadounidenses por el fentanilo, acusa a China de proveer los precursores químicos y somete a México y Colombia a presión directa, con Venezuela como telón de fondo bajo amenaza de una operación naval.

Esta lógica se extiende a su relación con Europa, un continente que Trump percibe en decadencia estratégica y política. Su hostilidad hacia la Unión Europea no es un capricho comercial, sino un reordenamiento de lealtades. Desconfía de una Bruselas que regula y multa a las tecnológicas estadounidenses y prefiere vínculos bilaterales, donde el poder se ejerce sin intermediarios. Se siente más cómodo con una Inglaterra post-Brexit que con el bloque comunitario y concibe a la OTAN como un contrato, no como una alianza estratégica. Estados Unidos mantiene cerca de cien mil soldados desplegados en Europa, armamento nuclear y convencional financiado por sus contribuyentes, y Trump exige contrapartidas. Ha presionado para que los socios aumenten su gasto militar, bajo la amenaza implícita de dejarlos solos frente al oso ruso y de reducir el compromiso estadounidense con la defensa de Ucrania. En su doctrina, la seguridad no se comparte por principios, se negocia por costos y se cobra por resultados.

La inmigración

Si en la economía y la geopolítica hay espacio para el debate sobre la eficacia, en el tema migratorio el análisis choca con la barrera de los derechos humanos. Trump prometió "tolerancia cero" y ha cumplido. La inmigración ilegal se ha reducido drásticamente en las fronteras, un dato que sus seguidores celebran como restauración de la soberanía.

Pero la política migratoria de Trump no se agota en muros y redadas. Forma parte de un repertorio más amplio de castigos unilaterales que incluye tarifas, sanciones financieras y restricciones de movilidad. A través de leyes ya existentes, como la Ley Magnitsky Global para castigar corrupción y violaciones a los derechos humanos, normativas contra el lavado de activos o disposiciones migratorias heredadas del PatriotAct, la Casa Blanca ha ampliado el uso de sanciones personales, cancelación de visas y bloqueos de ingreso. A ello se suman la revocación de visas estudiantiles, la cancelación de programas de parole humanitario y restricciones selectivas a ciudadanos de países considerados pobres, inestables o "no apropiados", muchos de ellos latinoamericanos.

El costo humano y económico de esta política impiadosa es alto. Las imágenes de redadas, la separación de familias y la retórica deshumanizante contra los extranjeros, a quienes califica de "animales", "basura" o "violadores", activaron un efecto bumerán. Se redujo la oferta de mano de obra, cayó el turismo y se secaron fuentes de ingresos en sectores como la agricultura y la construcción. Pero ese endurecimiento también realza su principal promesa de campaña de tener fronteras infranqueables y controladas.

Su ADN mesiánico

En Trump, la gestión nunca está sola, sino acompañada de una puesta en escena que la desborda. No busca gobernar en el sentido clásico, sino ocupar el centro del relato y forzar a todo el mundo a reaccionar frente a él. Ya sea al sugerir la anexión de Canadá como estado 51 o la compra de Groenlandia a Dinamarca, al compararse sin pudor con Lincoln o Washington, o al insistir en que sus mítines son los más multitudinarios y espectaculares de la historia, como si la audiencia fuera una forma de legitimidad política.

Desde antes de su irrupción en la política ha operado bajo la lógica de la economía de la atención. Entendió temprano que la controversia no es un efecto colateral del poder, sino su combustible principal. Mucho antes de que académicos y periodistas hablaran de clickbait o clickrage, esas fueron sus herramientas naturales para abrirse paso, ya fuera como magnate inmobiliario en la sociedad neoyorquina, como presidente de Miss Universo o como figura televisiva con su célebre "you'refired".

Su retórica lo empuja a un mesianismo explícito. Se presenta no como un servidor público, sino como el único salvador posible, como cuando dijo en 2016: "Yo solo puedo arreglarlo". Tras el atentado en el que una bala le rozó la cabeza, llevó la narrativa un paso más allá, al afirmar que "Dios me salvó para que Estados Unidos vuelva a ser grande", reforzando la idea de un liderazgo providencial. Ese culto a la personalidad persiste y atrae aduladores globales, desde presidentes que lo postulan al Nobel de la Paz hasta dirigentes como Gianni Infantino, presidente de la FIFA, que rompió la neutralidad institucional para otorgarle un Premio por la Paz Mundial.

En el plano ético, Trump sigue siendo un presidente de teflón. Las múltiples denuncias por abuso y conducta sexual inapropiada que habrían sepultado a cualquier otro dirigente le resbalaron durante años, incluso después de haber sido condenado en tribunales por algunos de esos hechos.

A ese prontuario se suma ahora una incomodidad mayor, su aparición en los papeles vinculados a Jeffrey Epstein, un lastre persistente que ha reactivado resistencias incluso en las filas de su partido en el Congreso.

Ese frente interno se enlaza con una herida que nunca cerró del todo. La insistencia en que le robaron la reelección de 2020 y la agresión al Capitolio del 6 de enero de 2021 dejaron una marca indeleble en la historia visual y política del país. Para buena parte del stablishment institucional, aquello constituyó un intento de golpe de Estado, una calificación que, más allá del derrotero judicial, sigue gravitando en la memoria democrática. Esa fractura no quedó confinada al pasado.

Desde ahí, Trump organiza su relato. Necesita siempre un sparring político. Alguien a quien vencer una y otra vez, incluso cuando ya no está en el ring. Joe Biden cumple ese rol a la perfección; el expresidente envejecido, ausente, silencioso. Compararse con él no es revancha, sino espectáculo. Frente a un adversario inmóvil, Trump se exhibe como acción, velocidad y urgencia.

Su estrategia comunicacional sigue siendo el ataque directo, sin intermediarios. Si antes fue Twitter, ahora es Truth Social (la ironía del nombre no es casual). Trump no busca que su versión sea verdadera, sino dominante. Repite una narrativa hasta imponer agenda y desplazar a las demás, no negando los hechos, sino sepultándolos bajo su propio ruido.

De ahí que su guerra contra la prensa haya escalado peligrosamente. Pasó de la crítica a calificar a los periodistas de "enemigos del pueblo". Ya no se limita a desacreditarlos; utiliza demandas millonarias y amenazas legales para desgastarlos financieramente. Incluso la web oficial de la Casa Blanca funciona hoy como tribunal de acusación permanente contra la prensa con una nueva sección titulada "Engañoso. Tendencioso. Al descubierto" que sirve al gobierno para señalar y catalogar a medios y periodistas que difunden información sesgada o falsa.

Para Trump, los derechos conquistados en las últimas décadas no representan avances sociales, sino privilegios que deben ser revertidos. Desde esa premisa, su objetivo es arrastrar a la prensa al terreno de la confrontación política, erosionar su credibilidad y convertirla en un actor partidario más. La misma lógica aplica a la academia, a la que acusa de sesgo liberal y cultura "woke", de ahí su pelea abierta y las sanciones dirigidas a algunas de las principales universidades del país que se resistieron a enajenar su libertad académica.

Por todo esto, Trump genera pasiones viscerales. Se lo ama o se lo odia, sin término medio. Quienes lo rechazan tienen dificultades para admitir que bajo su presidencia se alcanzó un acuerdo de paz en Gaza o que no logró cortar la guerra entre Ucrania y Rusia en sus primeros días de mandato. Quienes lo defienden, en cambio, tienden a justificar atropellos institucionales, mentiras flagrantes y crueldad retórica como costos aceptables de un liderazgo que promete resultados concretos.

Esa polarización nace de su manera estridente de ejercer el poder, que rompe con los marcos políticos tradicionales. A diferencia de presidentes anteriores que también levantaron muros, expulsaron inmigrantes, ocultaron información, iniciaron guerras, invadieron países o sobrevivieron a escándalos personales, Trump prescindió de las formas institucionales que amortiguaran el impacto.

Ha pasado un año de este segundo acto y quedan tres. Trump probablemente seguirá avasallante y conflictivo, consciente de que se trata de su última escena. Y aunque el Partido Republicano busque un sucesor cuando esto termine, su combinación de celebridad, demagogia, instinto televisivo y desinhibición extrema no resultará fácil de replicar. Aunque queda abierta la pregunta de si este estilo será una anomalía o si terminará contagiando una nueva forma de hacer política en el país.

Sin embargo, para evaluar el impacto de la presidencia de Trump, así como el de las anteriores y de las que vendrán, el parámetro no puede ser la eficacia inmediata ni las reglas cambiantes de la coyuntura, sino el marco en el que se fundó el país. El nivel de un gobierno se debe medir, en última instancia, por su capacidad de sostener la búsqueda de la felicidad colectiva, como lo estableció la Declaración de Independencia, y de ejercer el poder sin asfixiar la libertad, tal como la protege la Primera Enmienda de la Constitución.

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