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El dios del siglo XXI: el crecimiento

Domingo, 28 de diciembre de 2025 00:00
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Hay una pregunta que aparece de manera casi automática cada vez que se discute una política social, una ampliación de derechos o una inversión pública orientada a reducir desigualdades: ¿quién financia eso? La pregunta suele venir acompañada de advertencias sobre el déficit fiscal, la inflación o la irresponsabilidad de gastar recursos que no se tienen. Esa exigencia de cuentas se presenta como una virtud, casi como una obligación moral. Sin embargo, esa misma pregunta desaparece cuando hablamos de crecimiento económico, mercado o progreso. Allí pareciera que los beneficios son evidentes, pero los costos quedan fuera de escena. Y entonces vale la pena preguntarse: ¿cuánto cuesta la prosperidad que celebramos?, ¿quién paga realmente la factura del crecimiento que se nos presenta como inevitable?

En los últimos años se volvió habitual escuchar discursos que celebran los logros del mundo moderno: mayor esperanza de vida, más riqueza, más educación, más bienes disponibles. Es cierto que muchas de esas mejoras existen y no tiene sentido negarlas. El problema no está en reconocer avances, sino en el modo en que se los presenta. El relato dominante contabiliza los beneficios visibles y silencia los costos, como si el progreso fuera un proceso limpio, sin residuos, sin daños colaterales. Lo curioso es que esta mirada contradice una idea básica que la propia teoría económica enseña desde siempre: no hay decisiones sin costos, no existen almuerzos gratis. Salvo, al parecer, cuando se trata de defender el orden económico vigente.

Si aplicáramos al crecimiento económico el mismo rigor con el que se examina el gasto social, las preguntas serían inevitables. ¿Quién financia el crecimiento? ¿De dónde salen los recursos naturales, el tiempo humano, la estabilidad social y ambiental que lo hacen posible? ¿Quién absorbe los riesgos y quién paga los daños cuando las cosas salen mal? Buena parte de la prosperidad actual se apoya en recursos que no figuran en ninguna contabilidad tradicional: ecosistemas degradados, trabajos precarizados, comunidades desplazadas y costos ambientales que se trasladan hacia el futuro. Si alguien se animara a calcular la "rentabilidad" del crecimiento incorporando precios sociales —el costo del calentamiento global, de la pérdida de biodiversidad, de la desigualdad persistente y una pobreza que parece ser una condición necesaria para que todo esto no se detenga—, tal vez el balance no sería tan tranquilizador.

Nada de esto implica dividir el mundo entre buenos y malos. Esa es una simplificación cómoda, pero poco útil. Lo que existe son posiciones distintas dentro de un sistema complejo, con relaciones de poder desiguales. No vivimos como átomos aislados, sino como partes de una trama en la que las acciones y omisiones de unos afectan la vida de otros. Lo que consumimos, lo que votamos, lo que toleramos y lo que naturalizamos, tiene consecuencias que se expanden más allá de nuestra experiencia inmediata. El crecimiento económico, el calentamiento global o la concentración de la riqueza no son fenómenos externos que ocurren "allá lejos": son procesos en los que participamos, aunque sea de manera indirecta e involuntaria.

Queremos decir: buena parte de lo que ocurre en el mundo actual no es el resultado de un acto de maldad consciente de unos pocos, sino algo más inquietante: la banalización del daño. No hace falta ser fanático ni cruel para que se reproduzcan desigualdades extremas o se profundice una crisis ambiental. Basta con dejar de pensar, con adaptarse, con aceptar que "las cosas son así" y que quizá "sólo haya que esperar". El daño se vuelve rutina. Se repite. Se normaliza. Y así, fenómenos que deberían generar alarma permanente se transforman en ruido de fondo, en noticias que se leen rápido y se olvidan enseguida.

No estamos hablando de monstruos, sino de personas comunes. De gente que cumple órdenes, sigue rutinas, hace lo que "corresponde" y se adapta a lo que hay. Personas que no se sienten responsables porque no toman grandes decisiones, porque solo ejecutan tareas, porque creen que "no es su problema". Esa incapacidad —o esa renuncia— a pensar las consecuencias de los propios actos es una de las formas más eficaces que adopta el daño en las sociedades modernas.

No hace falta odiar, ni siquiera estar convencido: alcanza con obedecer, con repetir, con no interrumpir el funcionamiento normal de las cosas.

El resultado puede ser devastador, pero el gesto cotidiano es mínimo y, por eso mismo, cómodo.

En este punto aparece un rasgo central de la sociedad contemporánea: el miedo a perder. No se trata solo de conservar ingresos o empleos, sino de no perder pequeñas seguridades cotidianas. Tendemos a evaluar las decisiones colectivas no por sus efectos a largo plazo, sino por el riesgo inmediato de que algo que hoy sentimos como propio, de pronto desaparezca. El calentamiento global se percibe como lejano, difuso, abstracto y hasta cuestionable, aun cuando existe evidencia científica abrumadora. En cambio, la posibilidad de no poder pagar una suscripción, cambiar un dispositivo o sostener un consumo mínimo es concreta y urgente. Ese temor, más que la ignorancia, explica por qué se aceptan costos enormes a cambio de preservar comodidades pequeñas.

Pero hay algo más profundo todavía. No solo defendemos lo poco que tenemos; también admiramos lo mucho que otros tienen. La prosperidad ajena se vuelve objeto de deseo, incluso cuando sabemos que es inalcanzable. Figuras como Elon Musk no operan tanto como villanos, sino como símbolos aspiracionales: encarnan la promesa de que el sistema funciona, de que el éxito extremo es posible. Que la probabilidad de alcanzar siquiera una fracción mínima de esa riqueza sea prácticamente nula no anula el deseo. Al contrario, lo mantiene vivo.

Ese deseo, sin embargo, no desaparece cuando choca con la realidad. Se desplaza. De la riqueza imposible (el cohete que me transporta a Marte) al objeto cercano (un celular). Del superrico al joystick. De la fantasía de una vida sin límites a la compra que todavía se puede pagar desde una habitación chica, con ingresos inestables y trabajos precarios. Ese objeto mínimo funciona como sustituto simbólico: permite seguir sintiéndose parte del mundo que se admira. Y ahí el sistema encuentra una de sus claves más eficaces: no necesita cumplir la promesa, solo necesita que no se pierda del todo.Así, la aceptación de desigualdades extremas, de trabajos cada vez más inseguros o de un planeta al límite no se apoya en una adhesión ideológica profunda, sino en una lógica mucho más cotidiana. Se tolera lo intolerable para no perder lo poco que queda. Se posterga el juicio crítico para sostener un consumo que da identidad. Y se naturaliza un modelo de prosperidad que exige sacrificios enormes, siempre pagados por otros o por el futuro.

Tal vez el problema central de nuestro tiempo no sea la falta de información, sino la forma en que jerarquizamos costos y deseos. Celebramos el crecimiento, admiramos la riqueza ajena y defendemos pequeñas seguridades, mientras dejamos fuera del balance los daños acumulados. Volver a preguntar quién paga la factura no es un gesto técnico ni ideológico: es un acto mínimo de honestidad intelectual. Porque la prosperidad que hoy se sostiene evitando pensaren lo que desaparece: simplemente se financia con el futuro. Y si no miramos esa factura ahora, no la van a pagar abstracciones ni estadísticas: la van a pagar quienes todavía no votan, no consumen y no deciden.

Nuestros hijos.

Nuestros nietos.

No hay almuerzo gratis.

 

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