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El Nobel de la Paz, un grito ante la violencia de Maduro

Domingo, 14 de diciembre de 2025 00:58
María Corina Machado.
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Esta semana en Oslo no se distinguió únicamente a una dirigente: se puso en primer plano la tragedia venezolana y se fijó una posición clara frente a un régimen que ha hecho de la represión y la impunidad una forma de gobierno en las manos de Nicolás Maduro. La entrega del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado no fue un acto protocolar más del calendario internacional. Fue una definición política y moral de alcance global.

El contexto del reconocimiento lo expuso todo. Machado no pudo estar presente desde el inicio del evento oficial. Perseguida, proscripta y obligada durante meses a la clandestinidad, debió atravesar una verdadera odisea para salir de Venezuela y llegar finalmente a Noruega. Su arribo tardío al encuentro en el que se le otorgó el galardón fue, en sí mismo, una postal del drama que atraviesa su país: una líder política reconocida por el mundo que debe escapar para ejercer un derecho elemental, el de hablar en libertad. Esa ausencia inicial no debilitó el mensaje; lo potenció.

Desde el estrado, el presidente del Comité Noruego del Nobel, Jørgen Watne Frydnes, formuló una de las definiciones más claras a nivel global. "Venezuela ha evolucionado hacia un Estado brutal y autoritario, sumido en una profunda crisis humanitaria y económica", afirmó. Y fue más allá: describió a una "pequeña élite en la cúpula, protegida por el poder político, las armas y la impunidad legal", que se enriquece mientras la población sufre. No hubo eufemismos ni diplomacia tibia. Hubo una acusación directa al corazón del poder chavista.

Las palabras de Frydnes marcaron un punto de inflexión. El Nobel dejó de ser solo un reconocimiento personal para convertirse en una denuncia institucional del deterioro democrático venezolano. En ese marco, el discurso de aceptación de Machado —leído inicialmente por su hija durante el acto— puso voz al dolor acumulado de millones de ciudadanos: persecución política, presos sin juicio, exilio forzado, pobreza estructural y una migración masiva que desangró al país.

La reacción internacional fue inmediata y reveladora. Gobiernos democráticos de distintas regiones coincidieron en respaldar el premio y en subrayar su significado político. En contraste, los aliados tradicionales del régimen respondieron con descalificaciones previsibles, reforzando su aislamiento. Ya no se trata de una discusión ideológica: el eje es el respeto o no a los derechos humanos, la vigencia o no del Estado de derecho.

Para Venezuela, el impacto simbólico es profundo. El reconocimiento fortalece a una oposición que eligió el camino cívico aun frente a la violencia estatal y coloca al régimen de Maduro frente a un espejo incómodo. El relato de normalidad se resquebraja cuando el mundo premia a quien denuncia sus abusos. El Nobel expone, sin rodeos, la distancia entre el discurso oficial y la realidad cotidiana del país.

La paz que se distingue no es resignación ni silencio. Es coraje civil, es resistencia democrática, es persistencia frente al atropello. En Oslo, el mundo habló con claridad. Dijo que la violencia estatal no puede normalizarse y que la impunidad no es eterna. Dijo, en definitiva, que Venezuela importa.

A esa señal política se suma el endurecimiento de la postura de Estados Unidos frente al chavismo. Washington calificó abiertamente a Venezuela como un estado narcoterrorista y avanzó en una estrategia de presión que excede lo discursivo. En las últimas semanas reforzó su presencia militar en el Caribe, con el despliegue de unidades navales de alto porte, incluidos portaviones, como demostración de fuerza y advertencia directa al régimen de Nicolás Maduro. Sin anuncios grandilocuentes, pero con hechos concretos, la Casa Blanca dejó en claro que la deriva autoritaria, el colapso institucional y los vínculos del poder venezolano con el narcotráfico ya no son tolerados como un asunto interno, sino abordados como un problema de seguridad regional.

 

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