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La corrupción es una de las causas del desencanto de la gente con la democracia como sistema de gobierno con justicia y libertad. No es la única, porque la crisis que registra el sistema democrático en Europa y en América se vincula especialmente con el crecimiento de la desigualdad social y la fragilidad de los ingresos familiares.
En la experiencia argentina podemos registrar muchos casos de corrupción en las autocracias militares, la mayoría de los cuales pasaron con impunidad. La corrupción está enquistada en la cultura política.
El periodista y politólogo kirchnerista Hernán Brienza dijo en 2016, con una transparencia más parecida a la ingenuidad que a la complicidad, que la corrupción está íntimamente ligada al financiamiento de la política. "La corrupción -aunque se crea lo contrario- democratiza de forma espeluznante a la política. Sin la corrupción pueden llegar a las funciones públicas aquéllos que cuentan de antemano con recursos para hacer sus campañas políticas". Previsiblemente, Brienza desapareció de la escena.
Sin embargo, este periodista solo retomó una afirmación de Néstor Kirchner, quien contó: "Cuando me recibí de abogado, me di cuenta de que sin dinero no podía hacer política. Por eso me dediqué a conseguir dinero desde la profesión".
Estas afirmaciones, que sinceran la realidad argentina, son la contrapartida de la histórica frase del jurista católico inglés John Edward Acton, a mediados del siglo XIX: "No puedo aceptar la doctrina de que no debemos juzgar al Papa o al Rey como al resto de los hombres …. Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente".
Aquí podemos encontrar una de las explicaciones para la trama de corrupción política tejida en las últimas décadas. La concentración del poder en la figura presidencial, o en el gobernador, en el caso de las provincias, subordinando con compensaciones espurias al Congreso y manipulando la Justicia en forma intolerable, hizo posible que se consumara un colosal sistema de fraudes al Estado como el que contienen las causas Vialidad y Cuadernos, o la cesión sin cargo de la cuarta parte de YPF al grupo Petersen, presidido por el banquero y socio de Néstor Kirchner, Enrique Ezkenazi.
La condena contra Cristina Fernández de Kirchner en la causa Vialidad a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos es el caso más impactante. Pero a ella se suman los nombres del exvicepresidente Amado Boudou, Ricardo Jaime, José López, el superministro Julio De Vido, Carlos Zannini, Héctor Timerman y Aníbal Fernández, condenados o procesados en diversas causas.
Cabe en este punto recordar la feroz campaña que llevó adelante el kirchnerismo contra la Justicia, en general, y la Suprema Corte, en particular, buscando la impunidad de los funcionarios. En ese marco se encuadra la suspensión del fiscal José María Campagnoli, que investigaba a Lázaro Báez y el nunca esclarecido asesinato del fiscal Alberto Nisman.
Pero el enquistamiento de la corrupción no está superado. Hoy, las causas abiertas contra funcionarios libertarios por los sobreprecios y coimas en la Agencia Nacional de Discapacidad y el aparente desfalco con la criptomoneda $LIBRA, todos casos que rozan el núcleo del actual gobierno, son un llamado de atención.
De acuerdo con el jurista Acton, la tentación del poder es más fuerte que la ideología y que la ética. El líder y sus colaboradores deben ser controlados por la Justicia, los parlamentos y los sistemas de auditoría. Es lo contrario de lo que sostiene el credo populista, desde el filósofo nazi Carl Schmitt y el sociólogo argentino Ernesto Laclau.
Ese control es indispensable, porque la corrupción es un cáncer que termina matando, a la democracia y a las personas.