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El odio en el discurso político

Jueves, 25 de octubre de 2012 22:38
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Es curioso que poco después de la marcha del pasado 13 de septiembre, dos destacados referentes del grupo intelectual kirchnerista “Carta Abierta”, asociaran en sus declaraciones esa marcha a un sentimiento de odio. Primero Juan Pablo Feinman y al día siguiente Ricardo Forster. Ambos hicieron declaraciones públicas señalando que los manifestantes expresaron ese sentimiento, el que apuntaba especialmente a la presidenta Cristina Fernández. En los hombres, señaló Feinmann, porque les resulta una mujer imposible y en las mujeres porque “su mera existencia les demuestra su mediocridad”. Forster , a su vez, aseguró que “Feinmann se queda corto con lo que dice sobre el odio de algunos sectores sociales contra la Presidenta”. (En Salta lo repitió en un reportaje a este diario: “Me preocupa la retórica del odio”). Pocos días después, el argumento alcanzaba el más alto nivel político: los discursos presidenciales. Dicen que el grupo Carta Abierta suele pronosticar la agenda de la Presidenta adelantando sus futuras opiniones o decisiones. Esta conjetura se confirmó el miércoles 10 de octubre. Por cadena nacional, manifestó: “No quiero odio en mi país ... Quiero debates”, reiterándose el viernes 19 en Corrientes, desde el palco erigido frente a la Basílica de Itatí: “Yo le pido a la Virgen que también los ilumine a ellos, para que comprendan la necesidad de más amor y no de odio, porque el odio no lleva a ninguna parte”. Dos consideraciones merecen este resurgimiento del odio como ingrediente del discurso político. La primera es que ese sentimiento no forma parte de la esencia del ser nacional. El pueblo argentino es pacífico, solidario y generoso, bastando leer el Preámbulo de la Constitución Argentina para percibir de inmediato esos rasgos. La segunda consideración es que Feinmann, Forster y la Presidenta colocan al odio fuera del círculo de Carta Abierta o del gobierno. En otras palabras, el que odia siempre es “el otro”, para este caso los manifestantes del 13 de septiembre. Es el abc del manual kirchnerista. Que la Virgen “los ilumine a ellos”, pidió la Presidenta desde ese lugar de perfección ajeno a todo error o pecado. Durante la marcha de las cacerolas hubo, es cierto, expresiones agraviantes pero también es cierto que no fueron la regla sino la excepción. Usualmente la maldad se recuerda y lo bueno se olvida. Todos saben quien es Caín pero nadie conoce a Set. La marcha fue una expresión popular, espontánea, desarrollada en muchos barrios de la Capital Federal y de muchas poblaciones de Argentina. No hubo discursos, pero la gente se expresó con carteles, pancartas y banderas argentinas. ¿Que decían? Un examen de carteles legibles y su texto, en las fotografías publicadas por los medios y redes sociales, permite tener una visión aproximada del sentir de los manifestantes, por cierto muy lejano al odio. La clara mayoría fueron consignas contra la reforma constitucional, el segundo grupo se repartía entre la libertad, la mentira y la corrupción. Y en menor cantidad, mucho más dispersos los que apuntaban a la seguridad, inflación, cadena nacional, politización en escuelas y otros temas. La fotos mostraron gente de toda edad, familias con niños, gesto amable, sonrisa, distensión. Ni crispación, ni odio. No resulta acertado entonces, como lo hizo el gobierno, instalar el sentimiento del odio en los “otros” a partir de excepciones aisladas en una marcha pacífica. No pueden hacerlo quienes alientan la convicción política del “Vamos por todo!”, cuyo significado último no es vencer al adversario, sino destruir al enemigo. Porque eso es claramente odiar. Eva Perón publicó su autobiografía política, La Razón de mi Vida, casi un año antes de su muerte, lo que hace presumir su consentimiento sobre el texto. De ese texto se desprende que a Eva la convocó siempre la indignación y la ira, pero no el odio. Sus defectos los asume y confiesa: “Soy sectaria, sí. No lo niego”. Pero su identificación con los que sufrían la injusticia social la llevó a eso y a mucho más, cuenta. “Por eso grito muchas veces cuando en mis discursos se me escapa la indignación que llevo”, dice quien nunca tuvo cargos oficiales, y concede: “Tienen razón mis críticos. Soy una resentida social”. Era la líder femenina de un peronismo que al año siguiente ganaría las elecciones presidenciales con casi el 64% de los votos. Desconocer sistemáticamente los propios errores y achacárselos a otros es un atajo engañoso para los líderes, atajo que en algún momento, indefectiblemente, se tornará en un callejón sin salida.

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