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Texas fue un país soberano entre 1836, en que se separó de México, y 1845, cuando se anexó a Estados Unidos.
El fantasma de los separatismos regionales se extiende al ritmo de la globalización. Regiones que antes demandaban autonomía ahora exigen la independencia. Lo que sucede en España con Cataluña se manifiesta también ahora en Estados Unidos con Texas y adquiere diversas expresiones, desde Escocia y Gales en el Reino Unido hasta flamencos y valones en Bélgica o la Liga del Norte en Italia y desde Quebec en Canadá hasta Santa Cruz de la Sierra y Tarija en Bolivia.
En la mayoría de los casos, las reivindicaciones étnicas, linguísticas o religiosas enarboladas como estandartes independentistas están disparadas por una razón económica: el ingreso por habitante de esas regiones suele superar el ingreso medio de la población de los países de los que quieren separarse. Si Texas fuera un estado independiente, el tamaño de su economía, sumado a su tecnología de avanzada, le permitiría plantear su incorporación al G-20.
Desde ya que las propensiones secesionistas varían de acuerdo con los vaivenes políticos. El independentismo catalán aumentó con el fin del gobierno socialista en España y el ascenso del Partido Popular de Mariano Rajoy. El secesionismo tejano, aletargado durante los dos mandatos de George W. Bush, quien antes había sido gobernador de ese estado, reapareció en 2008 con la elección de Barack Obama y crece ahora exponencialmente con su reelección.
En Texas, Mitt Romney derrotó ampliamente a Obama. Dos días después de la elección, Micah Hurd, un ciudadano texano, veterano de guerra y ex infante de Marina, redactó una nota, dirigida a la Casa Blanca, que recolectó en tres semanas más de 115.000 adhesiones, para requerir la separación de Texas.
La nota afirma que “teniendo en cuenta que el estado de Texas mantiene un presupuesto equilibrado y es la economía número 15 del mundo, es prácticamente factible para Texas el retirarse de la Unión, debiendo proteger los derechos de sus ciudadanos, los estándares de vida y su seguridad, de acuerdo con las ideas y creencias originales de nuestros padres fundadores, que no están siendo reflejadas por el gobierno federal”.
Una cuestión de principios
Más allá del tradicional nacionalismo tejano, cuya llama mantiene siempre encendida el Movimiento Nacionalista Texano, el mensaje tiene un claro contenido ideológico. Expresa que “Estados Unidos continúa sufriendo dificultades económicas como resultado de la negligencia del gobierno federal para reformar el gasto doméstico y externo” y denuncia también que “los ciudadanos de Estados Unidos sufren flagrantes abusos de sus derechos”.
A pesar de que las encuestas coinciden en que la gran mayoría de la opinión pública tejana prefiere permanecer dentro de la Unión, este renacer del separatismo ya no es un fenómeno políticamente marginal. La influyente ala derecha del Partido Republicano local observa el proyecto con mayor simpatía.
El congresista Paul Ron, un ultraliberal del “Tea Party” que en las últimas elecciones primarias republicanas tentó vanamente fortuna como precandidato presidencial, proclamó que el sentimiento secesionista “es un valor profundamente americano”.
La popularidad de la consigna independentista promueve algunos gestos pintorescos. Check Norris, un famoso actor texano, impactó a la audiencia de la CNN al manifestar su interés en convertirse en “el primer presidente del Estado de la Estrella Solitaria”.
El gobernador republicano Rick Perry, quien en el pasado coqueteó con las ideas secesionistas, se apresuró a aclarar su postura adversa a una separación de la Unión, pero aclaró que compartía sí el temor de sus conciudadanos sobre el futuro de Estados Unidos durante el segundo mandato de Obama.
Obligado a responder
La Casa Blanca está legalmente obligada a responder a la petición tejana. En su programa “Somos el Pueblo” (“We The People”), Obama se comprometió a dar respuesta a toda iniciativa pública que reuniese más de 25.000 firmas en menos de treinta días.
Si bien es cierto que otras iniciativas independentistas existen en algunos estados del sur estadounidense, como Arkansas, Carolina del Sur, Georgia, Luisiana y Tennessee, la pretensión de Texas presenta particularidades que sus nativos no dejan nunca de destacar.
Texas, un estado hondamente religioso, que integra el “cinturón bíblico” norteamericano, dueño de una tradición cultural muy peculiar, internacionalmente conocida gracias a las películas de vaqueros, fue un país soberano durante los nueve años transcurridos entre 1836, en que se separó de México, y 1845, cuando voluntariamente se anexó a Estados Unidos.
De todos modos, la petición no encuentra ningún resquicio jurídico, ni político. Texas perteneció a los once estados confederados que perdieron precisamente la Guerra de Secesión (1861-65), en lo que constituyó el episodio más traumático de la historia estadounidense. De allí que nadie en Washington esté dispuesto a reabrir ese capítulo.
Sin embargo, el debate abre otros focos de discusión, relacionados con el viejo debate acerca de las atribuciones del gobierno federal y los derechos de los estados, ahora incentivados por algunas iniciativas de Obama, como la reforma del sistema de salud, que generan una cerrada resistencia de los conservadores y alientan como reacción la reivindicación de las autonomías estaduales.
Congresistas republicanos y militantes del “Tea Party” redoblan sus esfuerzos para lograr que las legislaturas locales aprueben el “derecho de anulación” de las leyes federales, una alternativa que en el siglo XIX fuera declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos. Los defensores de esta iniciativa tienen como biblia un libro del ultraconservador Thomas Woods cuyo elocuente título es “Cómo resistir la Tiranía Federal en el siglo XXI”.
Centralismo y autonomía
Es una polémica que recorre la historia norteamericana desde sus orígenes. La guerra civil tuvo como causa de fondo la cuestión de la esclavitud, pero lo que en teoría defendían los sureños era el principio de la autonomía de sus estados. La derrota militar de la Confederación fue un punto de inflexión en la centralización política estadounidense, en detrimento de su condición federal.
En el siglo XX, esa corriente centralista, que había sido inaugurada en la guerra civil por un republicano como Abraham Lincoln, se reforzó durante la década del 30, cuando el “New Deal “, impulsado por el demócrata Franklin Delano Roosevelt, enfrentó el obstruccionismo de los estados conservadores. Recién en 1981, con la “Revolución Conservadora” liderada por Ronald Reagan, la tendencia giró hacia la descentralización y la revalorización de los derechos locales.
En términos políticos, lo que verdaderamente parecería estar en juego detrás de este debate es si la reelección de Obama legitima a su gobierno para ensayar un nuevo giro centralizador, que favorezca sus afanes reformistas, o si durante este segundo y último mandato, que comienza el próximo 20 de enero, el inquilino de la Casa Blanca estará obligado a manejarse dentro de los parámetros ya establecidos.