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La tragedia de Marita Verón conmueve e interpela a cada uno de los argentinos y al país como organización jurídica, política y cultural.
Esta joven era una ciudadana común y corriente; una mujer del pueblo, podría decirse, utilizando términos familiares para nosotros. Su desaparición, probablemente a partir de un secuestro, y la tenaz lucha de su madre, Susana Trimarco, la sacaron del anonimato y la incluyeron en la historia trágica de la Argentina.
Marita es una nueva desaparecida, en un país donde la desaparición de personas se incluye en el rincón más doloroso de la historia colectiva. La reconstrucción de su calvario, parcial y con cuentagotas, recuerda, inexorablemente, al que vivieron las víctimas del terrorismo de Estado en los campos de exterminio.
No es la única desaparecida en democracia, aunque junto con Fernanda Aguirre, aquella adolescente de trece años desaparecida misteriosamente en Entre Ríos, en 2004, y la diseñadora María Cash más presentes en la conciencia colectiva debido a la lucha de sus familias y al impacto de su caso en los medios. Son centenares los casos anónimos que demuestran la impotencia del Estado para brindar seguridad a las personas.
Marita, Fernanda y María remiten a un flagelo que los organismos internacionales denuncian con insistencia como uno de los grandes desafíos del siglo XXI, que es la trata de personas.
Las mafias y sus víctimas están entre nosotros, a nuestro lado. La recuperación de una joven salteña de quince años en un prostíbulo de Jujuy, donde estuvo esclavizada durante un año y medio, también nos interpela. No se sabe su nombre y solo se conoció el desenlace, pero nadie podrá devolverle ese año de martirio, lejos del hogar.
La conmoción del ciudadano común y pacífico causada por la absolución de los acusados en el caso de Marita Verón es el reflejo de una sociedad que se siente desguarnecida, sin seguridad y sin Justicia.
La demanda de seguridad, que para muchos gobernantes sería fruto de una sensación errónea, se manifiesta en estos días en forma genuina e inequívoca.
Luego de diez años, en un caso que cobró trascendencia mundial, la Cámara tucumana deja sin culpables la causa y anticipa que en el expediente no hay elementos para condenar a los imputados. Los jueces, no obstante, indican que esas personas tienen antecedentes en el negocio de la prostitución. Simplemente, no están en condiciones de condenarlos por la falta de pruebas. La condena sin pruebas es linchamiento y, además, en el orden jurídico argentino, a una persona se la juzga por un hecho y no por su historia.
Las acusaciones contra los imputados provienen de los testimonios de muchas jóvenes que fueron víctimas de esas mafias. Si no hay pruebas, como dice el tribunal, y el caso llegó a esta instancia, es porque fallaron la Secretaría de Seguridad, la Policía, el Ministerio Público y los jueces intervinientes.
Los jueces piensan que se trata de un crimen mafioso. Si hay mafias es porque el Estado no las combate. La imagen del gobernador José Alperovich departiendo sonriente con uno de los acusados por Susana Trimarco ayuda a entender por qué naufragó el juicio.
No son los tres jueces, sino el Estado el que ha fracasado en la obligación de encontrar a Marita Verón, explicar qué ha sido de ella y condenar a los criminales.
La trata de personas, el narcotráfico y el tráfico de armas siguen siendo los grandes negocios ilegales en el mundo. Existen y prosperan porque encuentran la complicidad de autoridades, dirigentes políticos, legisladores y jueces que actúan con venalidad, ya sea porque aceptan coimas o porque son débiles frente a la extorsión.
El Estado, y no la madre de la víctima, es el responsable de proteger a la gente e investigar los crímenes. La demora de un año y medio que se tomó la Cámara de Diputados para abordar la ley de trata de personas es una muestra categórica de la vulnerabilidad y la fragilidad de ese Estado frente a las mafias.