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La frase “hecha la ley, hecha la trampa” no es un invento argentino, se le atribuye a Julio César y, también, a una comunidad de monjes japoneses que tenía una regla que solo les permitía comer carne de animal marino. Entonces, “vivos” ellos, decidieron llamar al jabalí “ballena silvestre” y desde ese momento se comían al puerco sin ningún escrúpulo. En Argentina, desde los albores mismos de la legislación laboral, se busca evadir sus normas. Uno de los casos primitivos y paradigmáticos (ocurrió en 1936, a poco tiempo de sancionarse la primera ley laboral de carácter general en la Argentina: la Ley 11.729): los patrones peluqueros inventaron lo que luego se conocería como “el sillón del peluquero” mediante un ardid que consistía en “alquilar” el sillón y otros enseres, estipulando una supuesta participación en los ingresos. Los “inquilinos” del sillón eran simples trabajadores o aprendices. Los jueces de aquel entonces consideraron fraudulenta la contratación, ya que ocultaba una real relación laboral.
Pero, como Ave Fénix rediviva, la picardía criolla de aquel “alquiler del sillón” resucitó, hace poco, -con distintas modalidades- en una causa tributaria protagonizada por un famoso peluquero de las estrellas, quien -a través de la empresa Elle SA- se dedicaba al arrendamiento de locales comerciales, los que, una vez acondicionados, eran ofrecidos en alquiler a profesionales del rubro de la belleza.
La Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal tuvo por acreditado que la empresa fijaba los precios de los servicios, los horarios de atención al público, asignaba turnos a los clientes por medio de una recepcionista, proveía uniformes, se hacía cargo de gastos de mantenimiento y de suministrar la organización y el know-how, autorizando a utilizar la marca Giordano Coiffeur. Asimismo, se hacía cargo de la energía eléctrica, agua caliente, aire acondicionado y de proporcionar personal de limpieza. Se facultaba a la empresa a presenciar el desempeño del profesional en forma permanente. La jornada de trabajo tenía una extensión horaria mínima y los profesionales firmaban la entrada en un libro.
Se otorgaba facultad de control de la facturación emitida por el prestador del servicio. El contador de la empresa era el mismo que llevaba la contabilidad de todos los profesionales que trabajaban en los locales, liquidándoles semanalmente su participación.
Elle SA sostuvo que el profesional se desempeñaba independientemente y tenía una doble vinculación contractual: por un lado alquilaba el espacio materializado en un sillón y, por otro, aprovechaba la infraestructura y la organización empresaria. Señaló también que todos estaban inscriptos en ganancias y en autónomos, emitiendo sus propias facturas.
La Cámara Federal resolvió que “en el derecho laboral rige el principio de la primacía de la realidad según el cual cuando no hay correlación entre lo que ocurrió en los hechos y lo que se pactó y hasta se documentó, hay que priorizar a los primeros”, por lo que rechazó la argumentación empresaria.
Aunque este fallo no es aislado, ya que es unánime la jurisprudencia que condena los fraudes que se intentan argumentando el carácter “autónomo” del trabajador; en todas las actividades (no solo la de peluqueros) supuestos especialistas contables o legales consideran que la facturación como monotributista les da un “bill de indemnidad” frente a la implacable legislación laboral. Por el contrario, esos talonarios de facturas suelen volverse la prueba en contrario más contundente, ya que acredita el pago de la retribución, su periodicidad mensual, sus montos uniformes y correlatividad, característicos de la remuneración laboral.
El otro sillón
Hasta la década del 90 los peluqueros no tuvieron una normativa que los diferenciara de la legislación laboral común (tampoco era necesaria), pero bajo la presidencia de Carlos Menem uno de sus imprescindibles asistentes fue el estilista Tony Cuozzo (fiel compañero en las recorridas por el mundo en el Tango 01). Parece que entre brushings, tinturas y postizos Tony le “llenó la cabeza” al presidente convenciéndolo de que se dictara un Estatuto del Peluquero. El engendro tuvo aparición en junio de 1991, mediante la Ley 23.947. Norma inútil, si las hay. Inútil como “peine i’calvo”, dirían en el gremio.
Siendo el último de los 19 estatutos laborales vigentes no aporta ninguna novedad sobre el régimen general de la ley de contrato de trabajo, solo un disparatado libro especial registrado y rubricado en el que deben registrarse todas las ventas y servicios que se presten. Como no podía faltar, también se establece una contribución patronal del 2% sobre las ventas realizadas por cada trabajador, a favor -obviamente- del sindicato.
Los monarcas de todas las épocas siempre han prestado especial atención a sus testas coronadas; fue así como Luis XVI, para homenajear la maravillosa obra de arte realizada por su peluquero personal sobre una de las famosas pelucas de la época, instituyó el Día del Peluquero (25 de agosto), que -consecuentemente- tiene una larga tradición de más de doscientos años. Poco tiempo después de consagrar a su peluquero y antes de cumplir 40 años, el rey francés pudo despreocuparse de su cabellera: el Dr. Joseph-Ignace Guillotin facilitó que se le fueran esos problemas de la cabeza (o la cabeza de esos problemas). Parecería que la banalidad y presuntuosidad del primer ocupante del sillón de don Bernardino Rivadavia (el “solemne botarate”, según Alvear) se transmiten intermitentemente a sus sucesores.
Acotemos que el humilde Sarmiento fue otro fatuo, y que Pellegrini y Roca eran “fashion”. Felizmente esas banalidades de la década menemista han sido superadas y ya a nadie se le ocurre usar extensiones de la marca Great Lengths, (que se renuevan cada 90 días a un costo de 1.200 dólares), ni accesorios de las marcas Louis Vuitton, Hermes, Rolex President, Tiffany y Escada... Conste que no nos estamos refiriendo a CK (Calvin Klein).