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El Gobierno declama progresismo pero avanza hacia la conformación de una seudodemocracia de corte franquista. Se trata de una estrategia que utiliza una retórica “izquierdista” para consolidar un “capitalismo de amigos” y edulcorar hechos antidemocráticos.
Ha recurrido a este método a la hora de aniquilar la división de poderes, de eliminar los controles institucionales, y de erosionar los frenos que ejercen los ciudadanos a través de los medios de comunicación y de los jueces. La reforma que promueve el kirchnerismo es una prueba más de esta deriva autoritaria.
Es bueno recordar aquí que en la España de Franco existía un solo poder: “El sistema institucional del Estado español responde a los principios de unidad de poder y coordinación de funciones” (Ley orgánica del Estado, 1967). Por ese entonces la “función judicial” administraba justicia en nombre del caudillo. Franco, al igual que otros dictadores latinoamericanos, era contrario al liberalismo político que alumbró la Constitución de Cádiz (1812) y que potenció nuestra Constitución alberdiana (1853).
Hoy, como en tiempos del caudillo ferrolano, los argumentos para la concentración del poder apuntan tanto a la “eficacia” (“los controles obstruyen las geniales intuiciones del jefe”), como a un presunto “interés general” encarnado, precisamente, en la persona de doña Cristina Fernández de Kirchner.
Obsérvese que a consecuencia del híperpresidencialismo -que agrede a los partidos políticos-, y de nuestras viciadas prácticas electorales, la obtención de una simple mayoría habilita para ocupar el Gobierno (todos los gobiernos, en todo el país), disciplinar la “función legislativa”, y neutralizar los órganos de control. La ansiedad hegemónica urge, entonces, poner en un mismo puño al Poder Judicial, en donde se detectan focos de resistencia.
Para lograr ese objetivo tan ambicioso como antirrepublicano, la Presidenta ha diseñado un paquete legislativo que apunta no solo a controlar la designación de los jueces, sino a vigilar que su comportamiento se sujete a las directrices oficiales, y, llegado el caso, facilitar su expulsión merced a criterios viciados de politización.
Otro de los ejes de la reforma procura, por si aquella subordinación resultara insuficiente, blindar las decisiones que la mayoría simple y ocasional pueda adoptar en contra del bloque constitucional federal y cosmopolita que la Argentina fue conformando en un itinerario que comienza en 1853, avanza en 1957 (artículo 14 bis) y se consolida en 1994 con la irrevocable inserción de nuestro país en el orden de los derechos fundamentales consagrados en tratados y convenios internacionales.
Inmunidades y privilegios
A mediados del siglo XIX el Estado argentino no podía ser ni siquiera demandado antes los tribunales; los juristas que defendían tal privilegio del Estado respecto de las personas lo explicaban como una emanación de la soberanía que, de tal suerte, residía en el Gobierno y no en los ciudadanos. Desde entonces hasta aquí, la lucha de los demócratas logró que aquellas inmunidades y privilegios del Estado fueran cediendo en beneficio de los derechos individuales y colectivos de todos y cada uno de nosotros.
Fue así como la Ley 3.592 de 1900 suprimió la “venia legislativa”, abriendo un proceso que profundizó la ley de creación de la jurisdicción contencioso-administrativa, y que adquirió fuerza definitiva en dos momentos muy significativos: en 1957, cuando la SCJN hizo lugar al recurso de amparo (caso SIRI), y en 1994 cuando la Convención Constituyente incorporó los tratados internacionales.
Si bien subsisten aún algunos privilegios en favor del Estado (jurisdicción especial, plazos procesales, vías ejecutivas), lo cierto es que nuestros legisladores y jueces democráticos han construido un régimen jurídico en el que las relaciones entre el Estado y los ciudadanos tienden a equilibrarse basándose en principios de derecho común y en donde las personas cuentan con remedios -más o menos eficaces- para frenar los abusos de cualquier poder público y, si fuera necesario, cubrir sus omisiones.
Es cierto que hay segmentos de la Justicia en los que impera la obediencia a los gobiernos de turno o en donde mandan determinados intereses corporativos o personeros influyentes. Es cierto también que no en todos los casos los ciudadanos podemos obtener justicia con la celeridad, objetividad (entendida como imperio del principio de legalidad) e imparcialidad ,y que en este sentido padecemos un déficit democrático en el ámbito del Poder Judicial. Pero es igualmente cierto que ninguno de los seis proyectos apunta a remediar esta acuciante enfermedad institucional.
Por el contrario, la politización de la designación y remoción de jueces, y las severas restricciones que se oponen a las medidas cautelares contra el Estado van en la dirección contraria y violan tratados de rango constitucional (Declaración Americana de Derechos del Hombre, Declaración Universal de Derechos Humanos, Pacto de San José de Costa Rica, Pactos de Nueva York). Solo la resistencia cívica y los residuos de independencia judicial pondrán las cosas en su sitio.