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No existe democracia sin tolerancia y consenso

Domingo, 14 de julio de 2013 12:19
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En pocas semanas se pondrá en funcionamiento el año electoral para renovar el Congreso, las legislaturas y los concejos deliberantes. Será la decimosexta elección legislativa en treinta años ininterrumpidos de práctica democrática.

La cultura democrática, no obstante, tiene asignaturas pendientes. En el país, y especialmente en Salta, proliferan los discursos de alto voltaje, con más promesas y frases de compromiso que proyectos, y con abundantes muestras de intolerancia, verbal y física.

A la gente le molestan los agravios, como le irrita que todo lo que se haga termine subordinado a las urgencias de campaña.

Hoy, las redes sociales muestran un llamativo clima de crispación en el cual los militantes rentados politizan cualquier tema y todo lo convierten en eslogan y agravio.

Pasó mucho tiempo desde aquel 30 de octubre de 1983.

A partir de entonces, las crisis y las frustraciones se resolvieron en el marco institucional, con lo que el golpismo quedó clausurado. Hoy no existe la posibilidad de un golpe de Estado, ni la disposición cultural para llevarlo a cabo.

No obstante, nuestra democracia tiene algunas deudas institucionales. Los discursos políticos, que se multiplican en tiempo de campaña, insisten en el insulto y la descalificación del adversario, terminan poniendo a los compatriotas en el lugar del enemigo y convierten a la política en guerra de impacto.

La gente no se engaña. Hoy se descalifica al adversario solo por serlo y se presenta como normal que un dirigente o candidato despotrique contra lo que antes defendió y defienda aquello contra lo que antes despotricaba. La gente, además, tiene memoria.

El actual escenario no condice con la cultura democrática, cuya esencia es la tolerancia.

No basta con el voto para ejercer democráticamente un cargo. El voto legitima a un gobierno mientras este se maneje dentro de la Ley, es decir, de la norma objetiva que preserva los derechos civiles, laborales, políticos y humanos, de cada ciudadano.

Por eso, el sistema crea los controles mutuos entre los diversos poderes del Estado como garantía del orden legal.

La ley y la tolerancia no son elementos cosméticos en la democracia, sino la forma de asegurar que las ambiciones y las pasiones de los seres humanos terminen convirtiendo a la sociedad en un campo de batalla.

Los parlamentos, en cualquiera de los niveles del Estado, son esenciales para la democracia, porque en ellos se logran los consensos indispensables para este sistema.

Las dictaduras se caracterizan porque imponen un jefe de Estado no elegido por el voto, disciplinan a los jueces y reemplazan al parlamento por una comisión legislativa dependiente del Poder Ejecutivo para que redacten leyes.

Sin legislatura no hay democracia; y si la legislatura existe pero no ofrece un espacio de diálogo y consenso, tampoco hay democracia plena.

La democracia originaria, en Atenas, limitada a las elites, ya buscaba que el poder se rigiera por la racionalidad de la ley y no por la voluntad de un déspota. También rechazaba al sofista, un personaje de esos tiempos que tenía éxito en el discurso hoy sería “impacto mediático”- y lo contraponía al sabio, que pensaba en el bien común.

Pasó mucho tiempo, pero la democracia moderna encontró su corazón y su esencia en la pluralidad, el consenso y el respeto.

En democracia, la lucha por el poder excluye la violencia y la intolerancia, no admite el agravio como discurso y se apoya en el voto y el consenso. Los comprovincianos o los connacionales pueden tener miradas e intereses contrapuestos, pero nunca deben tratarse como enemigos.

La gente lo sabe y, por cierto, le molesta mucho: detrás de la virulencia verbal se oculta la falta de un proyecto, la incapacidad de gestión y de visión, y las ambiciones mezquinas de quienes buscan el poder por el poder mismo, sin ofrecer a cambio un proyecto de futuro para la sociedad.

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