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El golpe fue difícil de digerir. No fue fácil para tantos millones de brasileños esperanzados, tolerar la humillación en carne viva y en su propia cara ante un Alemania demoledor. El destino, la historia y el Mundial que ellos mismos organizaron se les rieron en la cara. Se jugaban apenas treinta minutos ante los germanos en Belo Horizonte y el Mineirao ya era un velorio. Miles de hinchas con las caras pintadas, niños, garotas y abuelos, de esos que empaparon sus ojos de felicidad por tanta gloria, no podían dar crédito de tantos goles juntos recibidos y rompieron en llantos, ofreciendo las postales que hoy inundan los medios de todo el mundo. Y como si fuera poco, la desazón se trasladó a las calles, multiplicada en bronca: en diferentes ciudades se produjeron saqueos a comercios y se registró el saldo de dos micros incendiados en San Pablo.