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En tiempos del gobernador don Sixto Ovejero, etapa de jornadas azarosas en nuestra historia local, en un contexto de profunda división entre las facciones de Mitre y las de Urquiza, la ciudad de Salta fue invadida por la presencia de las huestes de Felipe Varela, incitándolas al combate al grito de: "Viva el ilustre general don Justo José de Urquiza. Abajo los negreros traidores a la Patria!", remedando de esta suerte al otrora lema rosista.
La resistencia a Mitre
El personaje en cuestión representaba las ansias de continuidad de un caudillismo que, después de Pavón, se negaba a desaparecer y se enfrentaba a la visión de Nación que Bartolomé Mitre pretendía imponer. Las medidas adoptadas después de Pavón implicaron una política de intervención en el interior del país, con el objetivo de terminar con los sectores políticos federales que se oponían a la hegemonía porteña, y al proyecto civilizador concebido por los liberales. El envío de expediciones militares para combatir a los últimos caudillos y sostener a los gobernadores de signo liberal, fue una constante en los presidentes de ese período posterior a 1860.
El enfrentamiento fue sangriento, entre un federalismo que se debatía en una desgarradora la lucha armada, y la necesidad liberal de construir un país diferente al que había heredado Mitre. Varela constituye un estertor postrero en esa lucha fratricida.
El caudillo ataca Salta
Alto, enjuto, de mirada penetrante, severa prestancia y graduado en la escuela del Chacho, fue el representante cerril del viejo caudillismo de tinte rosista y de las reacciones localistas, frente a las ideas nacionalistas cuyo adalid era Mitre. Su montonera fue calificada como "falange de caníbales" y "turba de salteadores". Benjamín Dávalos, cónsul de Bolivia, se refirió a él en estos términos: "Varela no es jefe de partido político ni puede considerarse de otra manera que como cabeza de una cuadrilla de malhechores públicos que se han propuesto asaltar poblaciones indefensas para adquirir por medio del degello todos los valores posibles y entregarse a los excesos brutales de un desenfrenado vandalismo".
Varela hostigó con dureza en sus correrías por el norte, casi sin ser molestado, circunstancia que no deja de ser sugestiva. En el interior del país, hubo apoyo de fuerzas nacionales en defensa de las poblaciones, en cambio, respecto de Salta, se la dejó librada a sus propios recursos.
Ante la noticia de la presencia de Varela, Juan Martín Leguizamón, nombrado jefe de Estado Mayor, dio aviso al gobernador disponiéndose a la defensa de la plaza. Se construyeron barricadas en número de catorce, las que fueron bautizadas con el nombre de las provincias. Comandaron esas trincheras, entre otros, David y Félix Saravia, Indalecio Gómez, Martín Romero, Ángel Zerda, Cleto Aguirre, Martín Gemes.
En los preparativos se reunieron 255 armas de fuego entre fusiles, escopetas y rifles. Por falta de balas, se fundió el plomo perteneciente a los tipos de la imprenta que fue de los Niños Expósitos, traída a Salta en 1826. El notable historiador Antonio Zinny observó: "Singular coincidencia, después de haber introducido la civilización y el progreso contribuyendo a la libertad de las Provincias Unidas, esos tipos terminaron su carrera tipográfica fundiéndose en holocausto de la libertad de una de las mismas, expuesta a sumergirse en la barbarie".
La pólvora se fabricó en el Colegio Nacional bajo la dirección del profesor D. Otto Klix, la que resultó de mala calidad.
El 7 de octubre, Varela ocupó Cachi, el 8 entró en Rosario de Lerma con mil hombres y sus oficiales, con intenciones de dirigirse a la capital.
En la mañana del 9 de octubre, llegó a las 8 a la ciudad, practicando un reconocimiento general de la plaza, y se lanzó al ataque pero fue rechazado. Se replegó en dirección a San Bernardo y, en la noche, se trasladó por el Campo de la Cruz rumbo a Vaqueros.
El ataque
Regresó en la madrugada del 10 de octubre, organizó el ataque y envió al gobernador Ovejero una nota, advirtiéndole que debía ocupar militarmente con su ejército la plaza "en servicio de la libertad de mi patria, y deseoso de evitar las consecuencias de la guerra, se sirva deponer las armas dentro del término de dos horas, garantizándole su persona y la de todos los suyos, pues, en caso contrario, lo hacía responsable ante Dios y la Patria de los perjuicios consiguientes y de la sangre que se derrame en los momentos del combate".
Un grito de indignación fue la respuesta unánime, y diez rifleros colocados en el fondo de la casa del gobernador rompieron el fuego sobre el enemigo que estaba a la distancia de ocho cuadras, los que luego avanzaron y retrocedieron dos veces, con importantes bajas. Media hora después el ataque era general.
Los primeros combates se libraron al norte de la plaza principal, en las actuales calles España, entre Mitre y Zuviría.
La situación de los defensores fue insostenible, debido a su poco número y a la escasez de municiones, por cuyo motivo tuvieron que abandonar las trincheras después de dos horas y media de vivísima balacera.
El fuego fue violento en la trinchera sur, emplazada en la calle Florida al lado de la botica de don Miguel Fleming, el foso que la defendía quedó cubierto de cadáveres de los asaltantes.
Varela, dueño de la situación, ocupó la ciudad durante una hora, que realmente pareció un siglo para sus habitantes. Ingresaron a las iglesias, a las oficinas públicas, casas de negocios y particulares, todas fueron holladas. No se respetaron ni las iglesias ni al obispo ni los sacerdotes ni el sexo ni la nacionalidad ni partidos: insultaron, asesinaron, saquearon, robaron y escarnecieron sin distinción alguna. Degollaron sobre los altares, destrozaron imágenes sagradas e hicieron ostentación de no sentir respeto por nada.
Luego del saqueo, en la fuga, arrearon haciendas y caballos y cuanto botín encontraron a mano. Pusieron el fusil al pecho y el cuchillo en la garganta para obtener dichos efectos. Se apoderaron de seis piezas de artillería de la plaza con sus dotaciones respectivas, los carros de policía, armas y vestuarios.
Las mujeres refugiadas en los templos, particularmente en el convento de San Francisco, fueron echadas afuera a sablazos. La piedad de los buenos religiosos que refugió a las damas sufrió la represalia de la horda sanguinaria: los frailes fueron estropeados y apaleados y conducidos ante Varela en el Campo de la Cruz, quien les espetó muchas barbaridades y los amenazó. Las sombras de la muerte cubrieron al infortunado pueblo.
Una zamba de la pluma de José Ríos y música de José Juan Botelli, recuerda “el galope en el horizonte, tras muerte y polvaderal, porque Felipe Varela matando llega y se va”.
En carta del Gral. Manuel Puch al Dr. Marcos Paz, en referencia a los doscientos cincuenta hombres que defendieron las trincheras de Salta el 10 de octubre de 1867, se lee: “Se han mostrado tan valientes y decididos que aunque ellos fueron vencidos, es de aquellas derrotas que son más gloriosas que una victoria, cuando el número de sus enemigos es seis veces mayor que el de los vencidos”.
La soledad de Salta
La cooperación de las fuerzas nacionales estuvo ausente en la infausta jornada del 10 de octubre. El Gobierno de la Nación fue inoperante a la hora de resguardar la integridad de las personas y el patrimonio privado de los salteños. El vicepresidente de la Nación, Dr. Marcos Paz, le hacía presente esta problemática al Gral. Bartolomé Mitre, por esas fechas presidente de la Nación Argentina: “A tan grande distancia como la que nos separa de las provincias en que se han guarnecido las montoneras, la acción del gobierno no puede hacerse sentir con la eficacia que es de desear para vencerlas y destruirlas con la prontitud que reclaman nuestros propios intereses y la conveniencia general del país. Es indispensable confiar en la inteligencia y capacidad de los jefes superiores de las fuerzas destinadas a la persecución de las montoneras, y debo manifestar a Ud. que en estos últimos tiempos tales jefes no han respondido a las esperanzas del gobierno, creyendo como creo que el desconcierto que ha habido en ellos y su falta de unidad de acción para perseguir con éxito a Varela y demás cabecillas, es quizás debido a que había demasiados generales para tan pocos montoneros, y a que cada uno ha marchado por su cuenta y riesgo, esquivando un acuerdo que, aunque muy oportuno y ventajoso para el objeto que se tenía en vista, había colocado a algunos generales bajo el mando de los otros”.
Un año después, en 1868, Varela retornó a Salta como lo había prometido para vengarse. El 12 de enero de 1869 fue vencido en las Salinas por las fuerzas del coronel Pedro Corvalán. Murió el 4 de junio de 1870, y comenzaba la leyenda del último de los montoneros.
La violencia vigente
Mas, la lucha por el poder en la Argentina no ha cesado. Hubo un caudillismo activo en el siglo XIX, fueron los pioneros en una disputa de fracciones políticas y que hicieron gala de un valor desmesurado para defender sus principios ante el enemigo. Lamentablemente, en el siglo XX estas disputas partidarias, lejos de eclipsarse encontraron nuevos protagonistas que generaron nuevos antagonismos, impidiendo un real crecimiento de la Nación.
En el tiempo presente, la fascinación por ejercer la titularidad del caudillaje continúa, tanto en escala nacional como provincial. Hay quienes, cercanos a principios populistas, buscaron y aún persisten en la idea de reeditar lo más recalcitrante del caudillismo, centrado en la consideración del oponente como un enemigo.
El desafío para quienes habitan este tiempo, y tienen la responsabilidad de conducir el destino de la Patria, es de llegar al consenso de soluciones sin provocar lacerantes heridas en la sociedad a la que deben gobernar.
El desafío es evitar los “ayes que al cielo suben” de dolores que aquejan a la ciudadanía, y “saber que en los senderos valientes sólo han de hallar”.