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Olavarría: no hay tragedias sin responsables

Editorial Diario El Tribuno. Director Sergio Romero. 
Domingo, 19 de marzo de 2017 09:10
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Las dos muertes en medio de incidentes de extrema violencia ocurridos en el recital del Indio Solari, en Olavarría, son la prueba de la irresponsabilidad compartida y la improvisación que convierten en tragedia lo que debería ser solamente un espectáculo musical.
El Gobierno de la provincia de Buenos Aires, el intendente, la empresa organizadora y el artista dejaron que se desencadenara lo que a todas luces era previsible. Según el intendente Ezequiel Galli, se vendieron más de 325 mil entradas, más del doble de las autorizadas. La evaluación posterior a partir de fotografías aéreas permite calcular que unas 450 mil personas llegaron a Olavarría, una ciudad de apenas 120 mil habitantes. Cada entrada se vendió a 800 pesos, aunque en los días previos se ofrecían por medios digitales a 1.300 pesos. De ser ciertos esos datos, la recaudación habría superado los 15 millones de dólares.
Pasó lo que podía pasar y que, por cierto, pudo haber sido mucho más grave. Solari, así como antes los Redonditos de Ricota, generan una mística basada en un supuesto culto a la transgresión y a la crítica al sistema jurídico y político vigente, que transmite a los recitales un clima de descontrol con derivaciones violentas.
Lo ocurrido el sábado viene a dar la razón, veinte años después, al intendente radical de Olavarría, Helio Eseverri, quien en 1997 tuvo el coraje cívico de prohibir un recital ricotero porque consideró que no se reunían las condiciones de seguridad. En ese momento, su partido, la UCR, el gobierno bonaerense de Eduardo Duhalde, el mundo artístico y la prensa fueron demagógicamente duros con él, quien solo contó con el aval de la Justicia de Olavarría.
Eseverri tuvo en cuenta, entre otras cosas, la muerte en 1991, de Walter Bulacio, a manos de la policía federal luego de un recital en Obras Sanitarias, y los 28 heridos en el estadio de Huracán, en 1994. Posteriormente siguieron las tragedias en recitales de los Redonditos de Ricota. En 1999, una joven perdió un ojo en un recital en Mar del Plata; en el año 2000, Jorge Ríos murió apuñalado en River; en 2001, Jorge Filipi falleció en el estadio Olímpico de Córdoba. El sábado pasado se sumaron las muertes de Javier León y Juan Francisco Bulacio.
Solari, los empresarios Matías y Marcos Peuscovich, dueños de la productora En Vivo, y las autoridades debieron considerar estos antecedentes.
El recital, que es promocionado como “misa”, no remite a la pacífica celebración católica sino, más bien, al carácter orgiástico de los cultos dionisíacos. Los concurrentes a estos recitales coinciden en que abundan los excesos de alcohol y que el consumo de drogas de diverso tipo es muy extendido entre los asistentes. El mismo intendente es investigado por la venta de cerveza en esa noche.
En la Argentina, desde hace varios años, solo los aficionados locales pueden concurrir a los estadios de fútbol. La violencia, el descontrol y los negocios ilícitos protagonizados por barrabravas no se diferencian sustancialmente con lo ocurrido en las “misas” de Solari.
La pose transgresora del artista lo lleva a prohibir la presencia de policías dentro del predio y deja la seguridad en manos de organizaciones privadas. En esas condiciones, lo que debió prohibirse era el recital, que incluía entre sus atractivos el “pogo más grande del mundo”. Esa manifestación de violencia y descontrol con más de 300 mil personas en un terreno vallado, es comparable con las bengalas que Callejeros alentaba a disparar en la noche trágica de Cromañón.
Olavarría muestra, una vez más, un país donde el capricho de artistas y empresarios irresponsables, enceguecidos por el lucro y las convocatorias multitudinarias puede más que el Estado, la ley y la policía. El intendente Galli, encandilado por semejante impacto y por el movimiento económico enorme que significaba esa multitud, no actuó como correspondía.
No es admisible que la policía sea     excluida de la seguridad de ninguna movilización. Más allá de las falencias de esa fuerza, el Estado no debe     detenerse ante prejuicios ideológicos y fantasías transgresoras, porque la vida humana y la paz de la      ciudadanía están por encima de esas miradas parciales, superficiales y, muchas veces, hipócritas.
 

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