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Luis A. Borelli locales.eltribuno.com
Entre el miércoles y la madrugada del jueves pasado, una zona céntrica de la ciudad vivió, lamentablemente, una noche de “quemazón”. Así se decía antes cuando en un sector urbano se producía un incendio.
Ahora, la gente solo escuchó el ulular de la sirena, el silbato de la policía ordenando el tránsito, el trajín de los bomberos y el cuchicheo de los infaltables curiosos.
Algo más de un siglo atrás, si un incendio se producía en algún lugar de la pequeña Salta, lo primero que se escuchaba eran los campanazos de la Catedral, que aceleradamente llamaban “a fuego”.
De inmediato, los vecinos se daban cuenta del peligro, pues conocían “al dedillo” los distintos tipos de toques de campanas que se usaban.
Es que cuando se iniciaba un incendio, lo primero que hacía el dueño de casa, a la hora que sea, era enviar un propio de la familia para pedirle al cura o al sacristán de la Catedral, que llamara “a fuego”, pues su domicilio se quemaba.
Y así, cuando en la noche (todas lo eran) oscura la gente escuchaba la segunda campana de la Catedral (de la Virgen del Milagro) dar reiterados y rápidos tañidos, de inmediato saltaba del catre y presurosamente tomaba la calle con un candil en la mano y gritando angustiosamente “llaman a fuego; llaman a fuego...”.
Era una convocatoria a la solidaridad para que todos colaboren en la lucha contra el fuego.
Y, como generalmente los incendios se producían de noche por las velas y candiles para alumbrar, lo primero que ardía eran los techos hechos de cañizo y madera seca, como todos los de la ciudad de entonces.
Y si se prendía fuego un techo, era casi seguro que el incendio pasaría sin mayores problemas a los techos de las propiedades colindantes si no se lo atacaba en los primeros ardores.
Así ocurrió aquella noche de viento que se quemó una manzana completa a través de los techos, sin que nadie falleciera gracias a los atinados llamados “a fuego” ejecutados en la segunda campana de la Catedral.
Desde entonces, los varones más solidarios comenzaron a correr hacia la casa ardiente apenas escuchaban la campanada “a fuego”.
“El barrio entero -cuenta Frías en Tradiciones Históricas- de la casa incendiada se ponía en vivísima alarma, como aquellas almas malditas que esperan que Satanás les abra las puertas del infierno. Llegaban provistos de baldes desbordantes de agua los unos, de picos y barretas los otros; se veía aquella gente valerosa trepar los techos para evitar la comunicación del fuego al vecindario; aislando así, como enemigo en cerco, rendirlo no por el hambre o la sed, sino a fuerza de baldadas de agua y reducción a ceniza de los efectos que no lograban ser arrancados de las llamas”.
Así era la noche de “quemazón”; que comenzaba con el toque “a fuego” de la campana de la Virgen y terminaba con la última mirada del dueño de casa, del comercio o de la tienda, que ahora se encontraba reducida a cenizas.