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El país necesita una oposición capaz de ofrecer alternativas y consensos

Domingo, 25 de febrero de 2018 00:00
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La Argentina atraviesa una etapa de transición, que se diferencia de anteriores experiencias por el perfil inédito de la coalición de gobierno. El primer mandatario no es un político tradicional, es ingeniero, empresario y dirigente deportivo. Pero lo más novedoso es, quizá, que no es radical ni peronista.

La gestión, es evidente, atraviesa momentos complejos. Muchos de los objetivos definidos en la campaña tardan demasiado en concretarse y la inflación, el déficit y la pobreza no retroceden en la medida de lo imaginado.

Probablemente, la dificultad mayor es impuesta por la falta de inversiones productivas, que demoran de ese modo el crecimiento del empleo genuino; la recesión, cabe recordarlo, comenzó en noviembre de 2011, pero en los dos años de la actual gestión, el escenario se ha modificado poco.

En la economía, la preocupación obsesiva por las tasas de interés, la cotización del dólar y el endeudamiento remiten a un pasado de cuatro décadas, a través de las que esas cuestiones volvieron en forma recurrente. Son las cuatro décadas iniciadas en 1976, en las que la economía argentina perdió incidencia en el mundo y la realidad social se deterioró en forma progresiva, a pesar de las fórmulas y los modelos ensayados por los distintos gobiernos.

Los problemas de hoy no son responsabilidad imputable a este gobierno, pero tampoco se interpreta correctamente si se lo describe como "la herencia recibida". Se trata de un problema estructural y decisivo, y un fracaso de la sociedad y del Estado, incapaces de construir expresiones políticas diferentes y complementarias dentro de un mismo sistema.

El 30% de pobreza, la destrucción del empleo y del régimen previsional, y la descomposición del sistema productivo perjudican a la ciudadanía y no benefician a nadie. Es cierto que la mala praxis política lleva a los opositores a ilusionarse con el fracaso del otro. La vocación mesiánica que se expande por nuestra cultura política tiene efectos depredadores.

Los países exitosos son los que han logrado la coexistencia, el diálogo y los consensos entre partidos diferenciados, que se alternan en el poder y que comparten una serie de valores y metas en común que se convierten en políticas de Estado. Desde 2015, no existe una oposición capaz de acompañar las transformaciones, poner límites al gobierno crear las condiciones para que el país esté mejor, incluso, si eventualmente le toca llegar al poder.

Una oposición razonable es aquella que, en primer lugar, tiene un proyecto, sabe definirlo y sabe negociar sin dejarse condicionar por prejuicios y presiones. Una oposición capaz de mostrarse al mundo como garante de aquellos valores y objetivos comunes es imprescindible para la democracia; capaz de una crítica constructiva que genere expectativas. Hoy no existe esa oposición en la Argentina.

Existe malestar y existe desencanto, pero no es el que se manifiesta en el activismo violento ni en las movilizaciones direccionadas. El ciudadano común, cualquiera sea su partido, no encuentra todavía ninguna opción que muestre una luz superadora que despeje las dudas hacia el futuro.

En octubre pasado, Cambiemos obtuvo la misma cantidad de votos que la que sumaron Unidad Ciudadana, de Cristina Kirchner, el Frente Renovador, de Sergio Massa, y el resto de los peronistas. Pero esa fractura no es casual: se trata de expresiones tan disímiles que cualquier intento de unidad será interpretado como oportunista. Pero lo más notable es que ninguna de esas facciones se muestra en condiciones de ensayar hoy una autocrítica ni, mucho menos, de exponer ante el país y el exterior su propio proyecto. No se trata solo de carencia de liderazgos: la oposición posible hoy carece de identidad política.

Probablemente, para los ciudadanos y para los inversores extranjeros, la migración del país desde 1983, entre la social democracia, el neoliberalismo y el populismo, en todos los casos, con vocación hegemónica, así como los finales traumáticos de la mayoría de los gobiernos, resulte desconcertante. La seguridad jurídica, la solidez institucional y la madurez política son condiciones esenciales para el desarrollo, pero solo se logran cuando el gobierno y la oposición asumen con responsabilidad el éxito o los fracasos, que no son de un gobierno sino de un país.

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