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En las ciudades del siglo XXI conviven una serie de nuevos fenómenos que impactan en la vida cotidiana de sus habitantes.
La mayoría los define como sensaciones de malestar o de extrañeza que afectan la permanencia de las personas en lugares a los que estaban habituados a concurrir, tales como clubes, iglesias, partidos políticos, reuniones barriales o de consorcio. Describen tales instituciones como agobiantes, aburridas o predecibles.
Se trata de un malestar difuso e impreciso, que no se localiza en alguna parte del cuerpo y que por lo general las personas lo explican como una sensación de vacío, de descontento, de desazón o de intranquilidad, de las que no pueden tampoco identificar las causas que las provocan.
Dicho malestar o inquietud general, no es equiparable a una crisis de angustia y se distingue del ataque de pánico porque no presenta los síntomas característicos, tales como taquicardia, sudor frío, dolor en el tórax o dificultad para respirar. Se diferencia también de las fobias, ya que aquello que desencadena estos padecimientos está claramente definido y tiene que ver con un miedo desmesurado hacia diferentes situaciones u objetos.
Temor a la libertad
Hay algo de los ideales, de ciertas tradiciones, que en la práctica continua fracasa a la hora de garantizar la permanencia de las personas en aquellos lugares donde antes les fue posible establecerse y habitarlos con naturalidad.
¿Se trata de un extremo individualismo o de una crisis de identidad? ¿La posmodernidad trae aparejado un riesgo de despersonalización? ¿Qué ocurre cuando el ser humano le teme a la libertad?
Es necesario indagar en las raíces más profundas que expliquen los nuevos síntomas que se presentan en la actualidad.
¿Sirven las instituciones?
La formación del individuo como ciudadano, está moldeada por las instituciones y por hechos socio culturales propios del territorio en el que vive, que impactan objetivamente en su desarrollo personal.
A su vez, el individuo configura, moldea e incide directamente en el carácter social, político y económico de su tiempo, constituyéndose así en el mayor responsable del curso y del dinamismo de los acontecimientos que lo rodean.
Ha sido el ser humano, a través de su pensamiento y de sus obras, el único viviente del planeta capaz de transformar la faz de la tierra y el destino de la humanidad.
Los descubrimientos, las guerras, la invención de la escritura, los acuerdos, las revoluciones, la injusticia, las leyes, el Estado, la crueldad, la locura, la perversión, el dolor, la muerte y la vida, el cuidado, los inventos, la genialidad, el conocimiento, el progreso, la ciencia y la tecnología, la libertad y el sometimiento, el himno y la patria, la verdad y la mentira, las traiciones, la bondad, la fraternidad, la música, el arte y la poesía, el esfuerzo, la vanidad y el orgullo, el dinero, la humildad, el perdón, la honradez y el trabajo, las pérdidas, las ganancias, las victorias, el fracaso y la derrota, los avances y retrocesos, las obras, la ética y las acciones, la conducta, los silencios, las renuncias, la abdicación, la obsecuencia y la duda... todo es obra de todos y de cada uno de los seres humanos que en suma, deciden cada día, el rumbo propio y el destino de miles de millones de personas.
Hay un lazo estrecho entre el orden social y la vida individual como proyecto. Sin embargo, el hombre moderno se resiste a tomar identificaciones heredadas de las viejas instituciones que fueron las encargadas de moldear la personalidad, de influir en los destinos y promover el adoctrinamiento necesario para tales fines. El sujeto posmoderno ensaya su propia individualidad, prescindiendo de las orientaciones tradicionales. Tiende a guiarse por la opinión de sus pares, se mueve por afinidades y poco le interesa debatir con otras realidades.
Este modo de ser en el mundo confirma la conquista de su ser individual. Con algunos desconciertos e inseguridades, con menos habilidades sociales y relaciones más fugaces, -como fuere y con sus errores- el hombre moderno ensaya un modelo de libertad sin precedentes.
¿De dónde venimos?
¿Qué significa ser un sujeto posmoderno? ¿Qué legado nos deja el período que nos precedió, la Modernidad? ¿Cómo nos pensaron hace doscientos años los intelectuales de la Ilustración? ¿Somos conscientes de la gran oportunidad y del enorme riesgo que corremos como sociedad?
Los filósofos y sociólogos de la Modernidad presentaban al hombre como un ser capaz de tomar decisiones adecuadas, siempre y cuando tuviera a su alcance la información necesaria y apropiada. Siguiendo el camino de la razón, el ser humano estaría en condiciones de explicarse a sí mismo, los fenómenos de la naturaleza, los sociales y los políticos.
La ciencia y la tecnología crecían en descubrimientos e invenciones a pasos agigantados, con lo cual no era una utopía imaginar los tiempos venideros con cierto grado de optimismo respecto a que la convergencia entre estos y la razón, redundarían en beneficio de una evolución sin precedentes para la raza humana.
Esta dimensión optimista, iluminada y progresista de la razón, comenzó a ser interrogada en los finales del siglo XIX, desde el lado más pétreo, oscuro e irracional de los individuos.
Freud, Weber, Nietzsche, Heidegger y Durkheim, entre otros agudos pensadores, se detuvieron a analizar esa dimensión sombría y silenciosa, para dar cuenta del otro rostro de la razón: la irracionalidad.
Estalló entonces la Primera Guerra Mundial en 1914 y muchos consideraron que sería la última.
La ideología imperante del momento demostró que era posible racionalizar a una sociedad en el sentido más violento y represivo. Se dispuso del progreso, de los descubrimientos y del desarrollo técnico científico para destinarlo a la aniquilación de seres humanos.
La Segunda Guerra arrasó con las libertades conquistadas por generaciones enteras, durante siglos de lucha. Bajo esas ruinas quedaron sepultadas las utopías que le daban el triunfo a la razón, las promesas de equidad y la democratización de las sociedades.
La dimensión destructiva de la razón dejó al descubierto los fenómenos ocluidos de lo social: las violencias, lo instintivo, lo irracional y la capacidad de cuantificación y masificación social son engendros que también la razón es capaz de crear.
En la actualidad, los ideales y las instituciones que los representan, más que dividirse se han fragmentado y el sujeto posmoderno ya no se identifica con el todo, sino con una parte, con un fragmento de ello. Toma algo o nada, y construye lo que llama códigos. Así establece un modo de vivir adhiriendo a ciertos valores, pero con una marcada indiferencia hacia otros.
No sabemos aún las precariedades de éste nuevo modelo; cuanto valoran su libertad, y la singularidad de sus propias vidas en una época donde el consumo los vuelve cuantificables y la indiferencia, susceptibles a la despersonalización que es el caldo de cultivo donde reina el totalitarismo.