inicia sesión o regístrate.
La educación sexual integral en las escuelas públicas y privadas de todos los niveles es una necesidad inexcusable. La Ley 26.150, sancionada hace doce años, enmarca ese mandato en el orden jurídico nacional y en los acuerdos internacionales que la Argentina suscribe. Pero, más allá de la letra de una ley, la realidad social y cultural del siglo XXI exige a los niños y adolescentes contar con elementos para desenvolverse con seguridad en la vida. No se trata solo de los instrumentos que les garanticen el futuro profesional, sino también que conozcan su cuerpo, sus afectos y sus pulsiones, al tiempo que desarrollen la autoestima.
La Ley de Educación Sexual invoca, en su fundamentación, las normativas internacionales en materia de derechos humanos, derechos de las mujeres, trata de personas, prostitución infantil, pornografía y acoso sexual a niños y adolescentes a través de las redes sociales.
Es una ley, claramente, pensada para un mundo donde la vida de los hijos desborda la intimidad del hogar, escapa a la posibilidad de control por parte de los padres y expone a los menores a riesgos frente a los cuales necesita saber cómo protegerse.
La escuela sigue siendo un espacio donde los chicos socializan, es decir, empiezan a conocer el mundo y a ubicarse entre sus pares. Hoy presenta muchas falencias, ya que de las evaluaciones institucionales se desprende que los alumnos se aburren, no aprenden lo que necesitan y muchos de ellos, desertan.
Por ahora, suponer que la tecnología digital y la enseñanza familiar pueden suplir a esa institución es una quimera. Por eso es imprescindible incluir en la vida escolar la educación sexual integral.
Contrariamente a lo que sostienen los detractores, esta ley exige que "estas acciones sean respetuosas del derecho fundamental de las familias en relación a sus hijos menores de edad". Es decir, no se trata de destruir valores y creencias sino de garantizar el derecho de los menores a una educación completa, que la familia no alcanza a brindar.
La educación sexual está pensada como una forma de desarrollar la convivencia entre varones y niñas, aceptando la diversidad y la pluralidad inherentes a la sociedad de nuestros tiempos, pero contemplando los derechos que son iguales para todos.
En ningún momento la ley en cuestión entiende la educación sexual como instrucción sobre genitalidad, como temen especialmente los sectores conservadores.
Introduce, sí, un nuevo concepto institucionalizado por la Organización Mundial de la Salud que supera los criterios de la medicina biologicista o mecanicista. Enmarcada la sexualidad en un criterio de salud que va mucho más allá de la "no enfermedad", se plantea de lleno en el escenario escolar una nueva visión acerca de la tolerancia a las diferencias y el replanteo de los roles masculino y femenino. Pero se trata de realidades que están instaladas en la sociedad moderna, cuyas escuelas deben adecuarse a la presencia de alumnos provenientes de hogares monoparentales, o con padres de un mismo sexo.
Es decir, es una educación en la tolerancia.
Probablemente, gran parte de los recelos que detienen la educación sexual provenga del espacio que se concede a organizaciones muy activas que pretenden, a través de la educación, considerar que las conductas masculinas y femeninas tradicionales son una mera imposición y que es necesario imponer nuevos roles. Los que sostienen esas organizaciones. Es evidente que de allí pueden derivarse, y se derivan de hecho, intromisiones inaceptables en la intimidad de los menores y en los derechos de las familias.
Nada de eso dice la ley.
Como tampoco incluye el contenido anticlerical que acompaña a una parte del feminismo.
La educación sexual, ejercida por docentes capacitados técnica y emocionalmente, es una necesidad básica para todos los niños y adolescentes, especialmente, en los sectores vulnerables, cada vez más amplio de la sociedad. Por eso, por su carácter esencial, es un derecho humano, cuyo ejercicio no debe postergarse más.