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Un crimen que nos interpela

Martes, 22 de diciembre de 2020 00:00
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La crónica policial abunda en detalles macabros; no es necesario redundar en ellos. Un hombre fue asesinado de un balazo en el cuello en el intento de robo de su bicicleta mientras hacía ejercicio en las calles San Martín y Madero, en el límite exacto entre los barrios porteños de Retiro y Puerto Madero.

Un drama desde cualquier lugar por donde se lo mire. Algo en absoluto inexplicable para el hijo de tres años que tenía el señor asesinado; tanto como para su hermana y sus padres. No una tragedia - en la acepción de inevitable que se le pretende dar -, como se empeña en afirmar la señora Ministro de Seguridad de la Nación Sabina Frederic. Lo sucedido no es un hecho que no se haya podido evitar. Un terremoto es algo inevitable. Un maremoto, un tsunami son tragedias inevitables. No la inseguridad. La inseguridad es la razón por la que la señora ministro tiene el puesto que tiene. Y por supuesto que no hay que estigmatizar ni generalizar. Tampoco hay que simplificar ni naturalizar.

La inseguridad es evitable con prevención, con educación, con políticas de Estado firmes y razonables. El único actor que tiene el derecho legítimo al ejercicio de la violencia es su territorio es el Estado. Cuando cualquiera puede ejercer con impunidad la violencia generalizada en nuestro territorio sólo nos esperan la anomia y la consecuente disolución social.

La pregunta sobre el que mata

Cabe preguntarnos qué hace que una persona sea capaz de matar a otro ser humano para robarle una bicicleta. O un celular. O una cartera. O un auto. O dinero. O que una persona -un ser humano- dispare contra una mujer embarazada; el caso de Carolina Píparo todavía es parte de nuestro inconsciente colectivo. O debería serlo. ¿Qué hace que los delincuentes apunten armas sobre niños o niñas como se ve ahora en los medios? Tampoco hace falta listar todos los casos. Todos los conocemos y sabemos de ellos por la incansable repetición de estos hechos en los medios de comunicación masiva; en una sucesión que parece no tener fin. Ni solución.

Esta infinidad de casos que suceden todos los días, ¿son todos inevitables? ¿Son todos "tragedias" a las que debemos acostumbrarnos y naturalizar? Porque el naturalizar algo es hacerlo invisible; es esconderlo ocultándolo a plena vista. La naturalización de eventos de esta naturaleza es una pendiente resbaladiza que no nos puede presagiar nada positivo a futuro.

Y todavía no abordamos la otra arista de este drama inexplicable: la persona que gatilló esa arma fue un menor de edad. Entonces la pregunta sería: ¿qué hace que un chico de quince años tenga un arma, salga con ella a la calle y esté dispuesto a gatillarla para robar a otro ser humano su bicicleta de una manera tan atroz? Con tanta frialdad. Con tanta desaprensión por la vida. ¿Cómo consiguió esa arma? ¿Quién se la dio? Al disparar, ¿lo hizo para hacerse de la bicicleta en cuestión o la muerte era un trofeo más; un tatuaje en algún oscuro rito de iniciación? Una reafirmación requerida por una sociedad que nos es por completo ajena. Como expresó de manera magistral Michel Houellebecq en su novela "Sumisión": "Probablemente aquellas personas que han vivido y prosperado en un sistema social dado les es imposible imaginar el punto de vista de quienes, al no haber esperado nunca nada de ese sistema, contemplen su destrucción sin especial temor".

La pregunta sobre la sociedad

Y otra cosa más. Que el menor ya hubiera sido demorado por robos otras cuatro veces antes solo este año, ¿no encendió ninguna alarma en ningún sistema de seguridad social? ¿Tenemos acaso un sistema de seguridad social funcional que esté atento, revise y siga los casos de los chicos que viven en estas condiciones?

¿No sería acaso razonable tener un sistema detrás, que ante casos así y de manera interdisciplinaria les provea de asistencia psicológica, médica, educativa; una mínima contención social? ¿No sería razonable esperar que, al menos, exista un sistema de asistentes sociales ocupándose del grupo familiar de este chico?

Y en la vocación insaciable argentina por la procrastinación de soluciones - las que nos obligarían como mínimo a hacernos las preguntas correctas y que, también, con mucho cuidado, las evitamos con todo éxito -, ya saltamos de inmediato y sin ninguna escala a discutir la necesidad de disminuir el límite de edad para la imputabilidad de los menores de edad.

¿Estamos seguros de que eso resuelve el problema? Que el Reino Unido, Uruguay, España u otros países hayan disminuido esta edad; ¿es argumento suficiente? Pero, más allá de todo, ¿es esta la solución? ¿Bajar la edad de imputabilidad?

No hay duda de que debemos enseñar a toda la sociedad, pequeños y adultos por igual, a que debemos hacernos cargo de las consecuencias de los actos que llevamos adelante, así como de las decisiones que tomamos. Esto es básico, elemental y es parte de la enseñanza que debería impartir el quebrado sistema educativo desde sus primeros ciclos. Pero de allí a tratar a un menor de una determinada edad como a un adulto y que le quepan los mismos sistemas, métodos o tal vez hasta lugares de detención que a los adultos; ¿es correcto?

La pregunta sobre la cárcel

El sistema penitenciario argentino no escapa a la decadencia generalizada. Tampoco a la indiferencia de la sociedad en general. El sistema penitenciario no rehabilita.

Es fácil verificarlo a través de las estadísticas de reincidencia. Un chico en esos centros de detención ¿verá garantizada su rehabilitación? o, por el contrario, ¿solo recibirá una sentencia firme de su irremediable condena y perdición? Ya hipotecamos varias generaciones futuras de argentinos por medio de la pobreza, la falta de educación, el desempleo, el empleo informal y la corrupción de gran alcance; ¿no estamos ahora acaso renunciando también al presente de otras tantas generaciones más? Y cuando el haber bajado la edad de inimputabilidad no funcione, y otros menores de 14 o 12 años maten a otra persona, ¿volveremos a tener esta misma discusión, otra vez -eterno “déjá vú” tan argentino- pretendiendo volver a bajar de nuevo esta edad? Porque, ¿cuál es el límite y dónde lo trazamos? ¿A los 12 años, a los 10, a los 8? ¿Cuál es la edad donde un chico es un chico aún cuando sea capaz de reconocer a la perfección la diferencia entre el bien y el mal? ¿No será hora de ver dentro nuestro y admitir que, quizás, hemos desarrollado una debilidad estructural en nuestro sistema central de valores e instituciones y que las soluciones no son fáciles, ni rápidas ni poco traumáticas? ¿Será que nos daremos cuenta alguna vez que las discusiones fútiles solo llevan a malas soluciones y que en la semilla de la resolución de una crisis estamos sembrando la nueva crisis por venir?

Es hora de cambiar las preguntas si queremos arribar a soluciones distintas. O persistir en esta conducta insana de seguir esperando obtener resultados distintos aplicando siempre los mismos métodos. Las mismas discusiones equivocadas e inútiles. Con los mismos resultados por siempre.

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