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Producción y distribución. Aunque los economistas ortodoxos e incluso Marx lo nieguen enfáticamente, la producción y distribución de bienes y servicios son dos caras de la misma moneda.
Para los primeros, desde John S. Mill en adelante, la distribución tiene que ver con instancias de tipo institucional, en tanto para Marx la distribución del ingreso obedece a la lucha de clases -vaya clase de lucha!..-
Sin embargo, aunque ortodoxos y marxistas no lo acepten, la distribución del ingreso no es en absoluto independiente de la producción, por la elemental razón de que los bienes y servicios, para poder producirse, necesitan del concurso de los recursos productivos, a los que se les debe pagar para que acepten elaborar tales bienes y servicios, a la vez que las empresas no los retribuirían en ausencia de esa producción.
Se tiene entonces que no hay producción si no se remunera a los recursos o factores productivos, y tampoco hay retribución si los factores no elaboran estos bienes y servicios.
Por supuesto, se dirá: "¿y los ñoquis y planeros?; estos no producen y sin embargo reciben ingresos".
Sin duda.
El punto es que, para que quienes consumen sin producir puedan hacerlo, otros deben producir consumiendo menos bienes y servicios de los que elaboran, consiguiéndose este menor consumo al aplicárseles un impuesto (o varios, o incontables), y cuando ya no se puede seguir asfixiando a quienes producen con más impuestos (Carta Magna y Magnicidio en Inglaterra, Revolución de las Colonias en América del Norte, Resolución 125), o bien el Gobierno reduce su gasto, o imprime dinero para seguir pagando ñoquis, con lo que lo que los ingresos de los ñoquis que no se pagan con impuestos explícitos se abonan ahora con el impuesto inflacionario que reduce el poder de compra de quienes sí producen.
La "justa" distribución
Si se admite que la producción y distribución van juntas, se advierte también que no tiene sentido proponer que la distribución del ingreso es "justa" o "injusta", sino que en cada economía es el resultado del patrón de producción resultante, el cual, si la sociedad que se asocia a esa economía es democrática, es un esquema libremente elegido conforme las reglas de la Economía y por lo tanto, no cuestionable. Por supuesto, sí, en cambio, podría tener sentido preguntarse si no es "mejor" una economía que exhibe un elevado ingreso por habitante, que las que se ubican en el umbral de la lista, y la pregunta siguiente entonces, es: ¿existe alguna manera no compulsiva ni violenta para "mejorar" el patrón distributivo de aquellas economías con bajo ingreso per capita?
Para contestar esta pregunta conviene primero proponer cómo obtienen sus ingresos los recursos o factores productivos.
La teoría económica establece que la retribución que consiguen se relaciona con el aporte que justamente estos efectúan a la producción, lo que, como podría decir una economista británica, "contiene un elevado componente de sentido común".
Dicho de otra forma, si un trabajador es más eficiente, tanto por méritos propios como porque el entorno así se lo permite, es comprensible que logre un ingreso más elevado que aquel que rinde menos, lo que explica la "paradoja" de los lavacopas en distintos escenarios económicos, consiguiendo quien se establece en una economía de mayor desarrollo ingresos más altos que quien se desempeña en una de menor desarrollo, contrariando así el apotegma "a igual trabajo, igual remuneración".
Propuesto de otra manera, "el pobre lo es porque no tiene qué vender; no porque carezca de recursos para comprar", frase que le pertenece a Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, y que significa que el lavacopas de la economía subdesarrollada gana menos porque su capacidad de trabajo (lo que "tiene para vender") es reducida y por lo tanto dispone de menos ingresos que el lavacopas de la economía desarrollada que puede comprar por lo tanto más bienes y servicios.
Aceptado este principio, parecería que una forma -tal vez no inmediata pero sí altamente eficaz- para lograr una distribución que se acerque al tope de la lista, sería conseguir que los recursos productivos sean más eficientes; algo así como ir reemplazando las viejas (o inexistentes, en el caso de la Argentina) locomotoras, por otras nuevas, y las técnicas manuales más básicas por otras más complejas, lo que en el caso de este último recurso requiere un reentrenamiento y, como cuestión estructural, un rediseño del sistema educativo de las economías en mayor desventaja.
¿Y la redistribución?
La cuestión de la redistribución del ingreso es más compleja porque, aunque probablemente el conjunto de la sociedad consienta en que se tomen medidas para mejorar las condiciones de los sectores más desfavorecidos, no es tan inmediato establecer cuáles deberían ser estas medidas, toda vez que la "redistribución" implica que las ayudas a los más frágiles provengan de quienes están en mejor posición, y la forma civilizada de hacerlo es a través de los impuestos, que nunca son agradables, especialmente cuando la presión impositiva, como en la Argentina, es excesiva, por no decir abusiva o confiscatoria.
Sin embargo, algo de tela se puede cortar.
Sin duda, se puede estar de acuerdo en que se ayude a los que están en situaciones más comprometidas, pero aun así no es fácil acordar que quienes reciben esta ayuda no entreguen nada a cambio, porque esto también constituye una “injusticia”. Por lo tanto, y a modo de ejemplo, en trazo grueso una forma de conseguir medidas redistributivas más “justas” que los “planes” y similares, sería reemplazarlos por obras del tipo de agua potable, desmalezamientos, canales de desagües, viviendas dirigidas a los sectores vulnerables, solicitando a los (ahora) “explaneros” el empleo que generan esas obras. Otra forma -no excluyente de la anterior- podría ser ordenar el sector público congelando las vacantes y estableciendo las nuevas altas necesarias a través de concursos cerrados, previo rediseño de las estructuras, de modo de ubicar en los cargos a las personas más eficientes, liberando por el desgranamiento vegetativo y/o retiros voluntarios al personal redundante. Así, la administración pública ganaría eficiencia y el gasto iría reduciéndose, permitiendo descomprimir la carga de impuestos, desviando al sector privado recursos para más ahorro e inversión.
Por cierto, se necesitaría también una fuerte corriente inversora, lo que exige favorecer el capital (en lugar de combatirlo) mediante señales claras, diseñadas a largo plazo, “tirando las llaves al mar”, esto es, buscando evitar que otros gobiernos “cambien de caballo a mitad del río”, modificando las reglas de juego cuando muchas empresas ya han hundido inversiones, conducta estatal que constituye un mecanismo impecable para abortar otras futuras radicaciones.
¿En qué economías se pueden aplicar estas sugerencias? Muchas economías han tomado estas ideas, y mejores, y las han aplicado, desde Chile y la gran mayoría de las economías latinoamericanas, a los “tigres asiáticos” hace ya varias décadas atrás.
Por supuesto, no parece que este tipo de propuestas despierten la atención de los gobernantes de la Argentina, especialmente si se tiene en cuenta que nuestro país alguna vez las llevó a la práctica, pero desde hace ya largas ocho décadas y -con importantes, pero reducidas excepciones- nos venimos dedicando implacablemente a desandar ese camino.