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29 de Junio,  Salta, Centro, Argentina
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Bolsonaro, pandemia y poder militar

Viernes, 24 de abril de 2020 21:53
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La emergencia generada por la expansión del Covid-19 acelera en Brasil la militarización del poder político. Los tropiezos del presidente Jair Bolsonaro provocaron una desarticulación de la coalición que lo llevó al triunfo en las elecciones de 2018. Las dos máximas expresiones de esas crisis fueron el conflicto sobre la cuarentena sanitaria suscitado entre el Palacio del Planalto, opuesto a la medida, y la mayoría de los gobernadores estaduales, encabezados por el primer mandatario de San Pablo, João Doria, y luego el áspero intercambio de acusaciones entre Bolsonaro y el titular de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, dirigente del centro-derechista partido Demócratas y ubicado constitucionalmente en la línea de sucesión presidencial.

En medio de esas controversias intestinas, cuando en una movilización realizada en Brasilia por un grupo de partidarios Bolsonaro invocó a las Fuerzas Armadas para amenazar con la clausura temporaria del Congreso, el silencio militar dejó en claro que esa alternativa estaba lejos de las intenciones de los altos mandos castrenses. Para entender esa actitud, conviene no olvidar que el primero en el orden sucesorio es el vicepresidente, general Hamilton Mourão, cuya asunción en reemplazo de Bolsonaro fue solicitada públicamente por el ex presidente Fernando Henrique Cardoso.

El gobierno de Bolsonaro (un ex capitán de paracaidistas del Ejército) se caracteriza por la fuerte presencia de jefes militares, que son titulares de siete de los veinte ministerios. En las carteras restantes proliferan profesionales y técnicos relacionados con las Fuerzas Armadas. La sonada remoción del Ministro de Salud Pública, Luiz Henrique Mandetta, quien fue reemplazado por Nelson Teich, estuvo acompañada por la designación como segundo en esa cartera del general Eduardo Pazuello que asumirá en los hechos la coordinación de la acción contra la pandemia.

La mayor demostración de esa creciente influencia castrense se registró en febrero pasado, cuando el general Walter Souza Braga Netto pasó a ocupar la jefatura de la Casa Civil en reemplazo de Onyx Lorenzoni, correligionario de Maia en el partido Demócratas pero tácticamente aliado al “ala ideológica” del gobierno, cuyo exponente intelectual es Oliveira Carvalho, un brasileño residente en Estados Unidos y amigo de Steve Bannon, ex estratega electoral de Donald Trump y actual promotor de una “internacional de la derecha alternativa”. A esa corriente pertenecen el canciller Ernesto Araujo y Eduardo y Carlos Bolsonaro, los influyentes hijos del primer mandatario. 

Mourão exhibe un pragmatismo que lo separa del “ala ideológica” de su gobierno. Esa diferencia se expresó en su viaje a Beijing, que contrapesó la retórica anti-china usada por Bolsonaro en la campaña electoral y reiterada en expresiones hostiles del canciller Araujo, y en su visita a Buenos Aires para asistir a la asunción del presidente Alberto Fernández y acotar la polémica desatada entre los mandatarios de los dos principales socios del Mercosur.

Esa prudente distancia en materia de política exterior, establecida con un tono medido que nunca transgredió un escrupuloso respeto protocolar, volvió a advertirse, pero ahora en el plano doméstico, en la cautelosa intervención de Mourão en la discusión entre el presidente y los gobernadores que exigían una aplicación rígida de la cuarentena sanitaria, tenazmente resistida por Bolsonaro, quien insistía en su tesis de que “Brasil no puede parar”.

En el elenco gubernamental sobresalen otras dos personalidades militares relevantes con escasa exposición pública. Una es el general Augusto Heleno, ministro de Seguridad Institucional, quien fuera oficial instructor del cadete Bolsonaro en el Colegio Militar e integró su equipo de campaña. La otra es el general Eduardo Vilas Boas, ex Comandante en Jefe del Ejército, considerado el más calificado portavoz de la doctrina militar brasileña y actual asesor presidencial. 

Expertos en crisis

Desde el estallido del “Lava Jato”, un escándalo de corrupción que no sólo hirió mortalmente al gobierno de Dilma Rousseff y al Partido de los Trabajadores sino que afectó al conjunto de la dirigencia política tradicional y creó las condiciones propicias para el meteórico ascenso de Bolsonaro, las encuestas indican que las Fuerzas Armadas son la institución que goza de mayor imagen positiva en la opinión pública.

En Brasil, la transición democrática materializada en 1985 no tuvo las características traumáticas de otros procesos similares en la región. En un país con 17.000 kilómetros de fronteras, las Fuerzas Armadas estuvieron históricamente vinculadas con la política doméstica. El derrocamiento de la monarquía y la fundación de la República en 1889 fueron el resultado de un movimiento militar. Los militares estuvieron también activamente involucrados en la preservación de la seguridad interior. Incluso la reforma constitucional de 1988 les reconoció su función como garantes del orden público. Con mayor o menor incidencia en las decisiones políticas, los uniformados nunca estuvieron alejados del sistema de poder. 

Esa tradición se vio potenciada por la destacada participación de los militares brasileños en el comando de las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas que entre 2004 y 2017 tuvieron a su cargo la reconstrucción de Haití. Esto les otorgó una experiencia política adicional. Durante esos trece años consecutivos, generales brasileños estuvieron a cargo de la administración y mantenimiento del orden en un “Estado fallido” que exhibía un escenario de descalabro económico y violencia generalizada.

Ese desempeño tuvo un elevado reconocimiento internacional. En 2017, al finalizar esa misión en Haití, la ONU confió a un general brasileño el comando de las Fuerzas de Paz en la República del Congo, envuelta en una situación de desintegración territorial mucho más grave, en la que decenas de grupos guerrilleros y pandillas criminales disputaban el negocio de extorsión a las compañías mineras, el narcotráfico y el tráfico ilegal de armas y de personas.

 Esos pergaminos internacionales inspiraron al gobierno de Lula para encargar al Ejército la tarea de pacificación de un sector de las “favelas” de Rio de Janeiro que habían sido capturadas por el narcotráfico. Ese antecedente le permitió también a Michel Temer, durante al interinato que sucedió a la destitución de Rousseff, encomendar a los militares para que se hicieran cargo directamente de la seguridad del estado de Río de Janeiro. Significativamente esa misión fue confiada a Braga Netto. Al asumir esa función, el flamante jefe de la Casa Civil de Bolsonaro tuvo una frase premonitoria: “Río será un laboratorio para Brasil”. 

Cuando el enfrentamiento entre Bolsonaro y el Ministro de Justicia Sergio Moro, el popular juez del “Lava Jato”, ratifica que la coalición oficialista que sirvió para ganar las elecciones no alcanza para gobernar, mientras el Partido de los Trabajadores lame todavía las heridas de su derrota y la oposición centrista comparte con sus adversarios del PT el estigma de la corrupción, el avance del Covid- 19 comienza a producir estragos en la población. No resulta entonces difícil prever que en las próximas semanas el poder militar, sin afectar la legalidad constitucional, ocupe ese vacío, asuma la responsabilidad del combate contra la pandemia y, sea con Bolsonaro o con Mourão, se plante en el centro de la escena, seguramente con un alto consenso popular. 

 

 

 

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