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Parece mentira cómo la vida cambia en un instante y la muerte deja de ser un ente abstracto para convertirse en una presencia cercana en estos tiempos de pandemia por COVID-19.
Desapareció el tiempo para vivir poniendo cierta distancia entre la vida y la muerte; ya no se puede fingir que no se tiene miedo.
Los descubrimientos prometedores de los que dan cuenta que podrán salvarnos tardan en llegar y sus resultados son aun inciertos.
La proximidad de la muerte nos devuelve la infancia pasada y nos aboca hacia una infancia futura que ya no tendremos si llegamos a morir tempranamente por el virus.
Lo más trágico e insoportable es que los muertos no mueren sin que se haya pronunciado la sentencia implacable del olvido; este olvido es la verdadera muerte.
Nos encontramos todos en situación límite de la vida, en “dolorosas encrucijadas en que intuimos la insoslayable presencia de la muerte” (Ernesto Sábato).
Los agujeros negros más significativos para el hombre y la mujer contemporáneos son la soledad, la culpa, la enfermedad, la vejez y la muerte. Frente a ellos fracasan muchas de las conquistas técnicas y las reflexiones filosóficas del siglo XXI.
La genérica muerte nos hermana, nos nivela, nos permite descubrir que somos seres humanos vulnerables, frágiles, únicos e irrepetibles.
Conviene alejarse de la tiranía medicinal de la salud, la enfermedad y la muerte; la medicalización de la vida individual y de la sociedad no soluciona todos los problemas ni evita la muerte.
La sociedad actual le encarga a los profesionales y técnicos de la salud que luchen contra la muerte y le endilgan la responsabilidad sobre ella.
La sociedad, en términos generales, también percibe la muerte como un evidente fracaso de la ciencia. Cada muerte es mirada como la constatación dolorosa y continua de la derrota del progreso científico. La medicina siempre tendrá sus límites. Viendo morir a un hombre, es a nosotros mismos, en realidad, a quien vemos morir. La muerte es lo único absoluto que tiene la vida, sean cuales sean los argumentos científicos o no científicos que pretendan definirla y caracterizarla.
La muerte constituye, en cualquier momento, el desenlace inevitable de nuestras vidas; por muchos riesgos que podamos evitar la vida está perdida de antemano. La genérica muerte nos hermana y nos nivela. La muerte es una realidad excesivamente familiar por la frecuencia y evidencia con que se presenta en nuestro entorno y, sin embargo, en nuestro medio cultural, aparece en gran manera como un tabú, negada o confinada entre las paredes del hospital o del cementerio. La muerte día a día se abre paso y está con sus exigencias de imprevisibilidad, irreversibilidad, inevitabilidad y universalidad, recordándonos de manera evidente nuestra condición de seres contingentes.
Ante la transitoriedad de casi todo y de uno mismo se procura la inmortalidad social y el permanecer de algún modo en la memoria colectiva o en la historia. Queremos forzar una inmortalidad que nuestra realidad nos niega.
Los humanos no somos propuestas inalterables y eternas; encarnamos una peripecia fugaz. Deambulamos por el azar en un laberinto y vivimos por azar, es decir, vivimos permanentemente en una mezcla de incertidumbre y de fatalidad.