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México, el gran destape

Miércoles, 02 de septiembre de 2020 00:00
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Las acusaciones formuladas por Emilio Lozoya, ex presidente de Petróleos de México (Pemex), durante el gobierno del expresidente Enrique Peña Nieto, detenido por las investigaciones judiciales sobre el "caso Odebrecht parecen constituir la gota de agua que hizo rebasar el vaso sobre el fenómeno de la corrupción estructural del sistema político.

Asimismo, abren una oportunidad para que Andrés López Obrador (AMLO), primer mandatario electo que no pertenece ni al Partido Revolucionario Institucional (PRI) ni al Partido Acción Nacional (PAN), las dos fuerzas tradicionales que se turnaron en el gobierno en lo que va de este siglo, avance en el camino de lo que sus contrincantes consideran un plan de perpetuación en el poder.

Los brazos del Lava Jato

México se había liberado de las ramificaciones del escándalo regional desatado por el Lava Jato brasileño, cuyo detonante fueron precisamente las revelaciones acerca de la práctica sistemática de sobornos por parte de la constructora Odebrecht, que provocaron el procesamiento y la condena de decenas de funcionarios y dirigentes políticos latinoamericanos.

En Brasil, las acusaciones determinaron la caída del gobierno de Dilma Rousseff y el encarcelamiento del ex presidente Lula.

En Perú, llevaron a la cárcel a los ex presidentes Pedro Pablo Kuczynski, Alejandro Toledo y Ollanta Humala y provocaron el suicido del ex presidente Alan García.

En Colombia, salpicaron a los expresidentes Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe.

En Ecuador, causaron la destitución y el enjuiciamiento del exvicepresidente Jorge Glas.

En otros países, como la Argentina y República Dominicana, las investigaciones judiciales todavía continúan.

La onda expansiva

En su confesión en carácter de "arrepentido", Lozoya incriminó a diecisiete dirigentes de distintos partidos, aunque sus señalizaciones más graves apuntaron contra Peña Nieto (2012-2018) y su "ministro estrella", Luis Videgaray.

Aparecen también incriminados otros dos expresidentes, Felipe Calderón (2006-2012) y Carlos Salinas de Gortari (1988-94), dos excandidatos presidenciales, José Antonio Meade y Ricardo Anaya, tres gobernadores en ejercicio (de los estados de Tamaulipas, Querétaro y Puebla), dos exdirectores de Pemex y varios senadores del PAN y del PRI. Los 63 folios del testimonio de Lozoya llegaron rápidamente a las redacciones periodísticas de todo el país con los nombres, fechas, cantidades y lugares de entrega de las valijas de dinero a los personajes involucrados.

La participación de Lozoya en la trama de Odebrecht era un secreto a voces. En julio de 2017, en un reportaje publicado por el diario madrileño El País, Rodrigo Tacla, abogado del Departamento de Operaciones Estructuradas de Odebrecht (una imaginativa denominación con que la compañía bautizó al área especial encargada de los sobornos), señaló que "Odebrecht creía que el presidente de México iba a ser Emilio Lozoya. Y le gustaba la idea".

Sólo entre 2012 y 2014, Lozoya distribuyó diez millones de dólares entre la cúpula política azteca y se embolsó otros cuatro millones.

Explicó que todos los pagos se realizaban por instrucciones de Videgaray, entonces secretario de Hacienda. Sin embargo, según su propia declaración judicial, fue Lozoya quien conectó a Peña Nieto con Luis Weyll, director de Odebrecht en México.

Subrayó que "para el 2013 Odebrecht ya tenía al presidente de su lado y la relación entre Odebrecht y el Estado mexicano no era una relación de contratos sino de poder".

Acusó también a varios prominentes legisladores del PAN de haber cobrado sobornos para votar a favor de proyectos de ley enviadas al Congreso por Peña Nieto.

Inmunidad, impunidad y reelección

Las revelaciones de Lozoya impactaron en un escenario previamente conmocionado por el arresto de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública del presidente Felipe Calderón (2006-2012), y de varios de sus colaboradores, acusados por la justicia estadounidense de recibir millonarios sobornos de Joaquín "Chapo" Guzmán, el legendario jefe del cartel de Sinaloa condenado a cadena perpetua y actualmente preso en una cárcel norteamericana.

Las alternativas del proceso iniciado contra García Luna, quien antes ya había ocupado un cargo relevante en la estructura de seguridad del Estado en el sexenio de Vicente Fox (2000-2006), pone de manifiesto la penetración de las redes del narcotráfico en las más altas esferas del gobierno de México.

Una encuesta realizada en marzo pasado por el diario El Universal establecía un ominoso ranking de percepción de corrupción de los últimos cinco ex mandatarios aztecas.

El 84,3% de los consultados señaló que Peña Nieto era responsable de actos de corrupción, en una progresión descendente en la que le seguían Salinas de Gortari (1988-1994) con el 80,3%, Calderón con el 65,4%, Fox con el 64,1% y Ernesto Zedillo (1994-2000) con el 59,9%.

En otros términos, la mayoría de la opinión pública mexicana tilda de corruptos a todos sus expresidentes de los últimos treinta años, sean del PRI (Salinas de Gortari, Zedillo y Peña Nieto) o del PAN (Fox y Calderón).

Esa percepción impulsó el ascenso de AMLO, un “outsider” que ganó las elecciones como candidato del Movimiento de Renovación Nacional (Morena), una fuerza política ajena al sistema tradicional.

Esta oleada de desprestigio que envuelve a los ex mandatarios puede determinar un cambio cualitativo en las costumbres políticas. México es el país institucionalmente más estable de América Latina. 

Una nueva etapa

En los últimos 86 años, se sucedieron en el cargo quince presidentes. Todos terminaron su mandato constitucional. Más aún: desde 1934 hasta el 2000, cuando el PAN con Fox logró desalojar por primera vez del gobierno al PRI, en el último año de su mandato cada jefe de Estado daba a conocer el nombre del “tapado”, que era el candidato que lo sucedería.

Ese poder presidencial tenía una contrapartida: los exmandatarios se retiraban definitivamente de la escena política. Pero ese ostracismo conllevaba, a la vez, el otorgamiento de un privilegio: ninguno podría ser sometido a juicio por sus actos de gobierno.

Esa inmunidad está protegida por una cláusula constitucional, pero AMLO amenaza convocar a una consulta popular para plantear su derogación. Ese referéndum podría coincidir con las elecciones de renovación legislativa de 2021, en las que el primer mandatario pretende capitalizar el desprestigio del PRI y del PAN para lograr una mayoría parlamentaria de la que actualmente carece. La oposición va más allá en sus prevenciones y denuncia que la intención de AMLO sería aprovechar la oportunidad para avanzar en una reforma constitucional que habilite su reelección, a pesar de los graves problemas que aquejan a la economía mexicana, sumida en una profunda recesión provocada por la expansión de la pandemia.

Hasta ahora, AMLO ha logrado desorientar a sus adversarios. Pese a su retórica nacionalista, su gobierno logró establecer una relación cordial con Donald Trump, reflejado en la renegociación del Nafta. 

Pese a sus ácidas críticas a la militarización de la lucha contra el narcotráfico impulsada por Calderón, consolidó un vínculo especial con las Fuerzas Armadas, inédito en el último siglo. Si ideológicamente aparece como la contracara de Jair Bolsonaro, su perfil de “outsider” y su abierta ruptura con el sistema político tradicional lo asemejan sugestivamente a su colega brasileño.

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