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Ídolos con pies de barro

Sabado, 30 de enero de 2021 02:29
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Argentina es un país hiperpresidencialista. Fruto de una historia corta pero muy rica en sucesos y desavenencias, nunca pudimos sacarnos de encima el estigma de los grandes caudillos. Algunos de ellos personas probas y eminentes; otros, en una preocupante proporción, seres venales y sanguinarios que hemos elevado a la altura de próceres de la Patria y que, aún hoy, seguimos reverenciando. Los hubo en un pasado ya muerto, enterrado, que no dejamos ir pero que seguimos buscando reescribir a diario.

Por alguna razón necesitamos de ese caudillo colmado de certezas que nos diga qué hacer, qué pensar, cómo actuar, qué decir.

Una figura fuerte y un guía indómito rodeado de su séquito de acólitos aplaudidores y su dosis de propaganda irreal e ilusoria pero fluida. Y su legión de seguidores incondicionales. Por supuesto nadie se reconoce idiota y muchos se sentirán ofendidos al encontrarse en esta descripción.

Pero eso es en lo que nos convertimos cuando colocamos a otro, cualquiera sea ese otro, en el lugar de decirnos qué hacer.

Cómo pensar, cómo comportarnos, qué ser.

Y, en la demanda de ese "gran iluminado" que nos guíe a través de la ignominia y del atraso, delegamos en otro la responsabilidad que nos cabe a nosotros, a cada uno de nosotros, de construir nuestro presente sin avanzar a tontas y locas, eludiendo tanto la responsabilidad que nos toca de administrar nuestro presente como la obligación que tenemos de diseñar nuestro futuro.

Nuestro único compromiso para con las generaciones venideras.

Nuestro legado

Benedict Anderson definió a una sociedad como una comunidad imaginada. "Es imaginada porque aún los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno de ellos vive la imagen de su comunión".

Y esa comunidad imaginada vela por los intereses de todos. Busca afianzar, acrecentar y proteger el bien común. Busca maximizar el bienestar de todos y no solo de unos pocos. Vela por la salud, por la educación, por la justicia de cada uno de sus miembros y hace valer las reglas de convivencia que esa sociedad haya erigido como propias. Porque nada construye, cementa y solidifica más a una sociedad que una convivencia armoniosa, donde impere el respeto y en la que el debate sano y correcto de preguntas todavía sin respuestas los acerque a ese ideal de sociedad que, aunque imaginada, se convierte en real.

Ante esto, la primera pregunta que se me ocurre que debemos hacernos es: ¿Argentina es una sociedad? Creería que todos coincidimos en que sí.

Pero ¿somos una sociedad funcional?

Una sociedad fallida.

Hay debates sobre Estados fallidos o sobre Estados débiles.

Categorías y etiquetas para un Estado como el nuestro y varios otros más. Carlos Waisman en su libro "Inversión del desarrollo en Argentina" nos muestra la historia de un país, nuestra sociedad, que ha caído en tan solo 100 años (1920-2020), de ser un "país nuevo" con un PBI per cápita entre los diez primeros países del mundo, a habernos convertido hoy en un país subdesarrollado. Ya no nos queda siquiera la fantasía de ser una "economía emergente".

Somos el único país del mundo que ha buscado, con método y consistencia, caer en el subdesarrollo.

Profundizar el subdesarrollo

Me parece esta la prueba más evidente de un Estado que no funciona, sin importar si le cabe la etiqueta de débil o de fallido. Lo que importa, me parece, es que no hay duda alguna que conformamos una "sociedad fallida". Ni siquiera una "sociedad débil". Una sociedad que tolera estructuras de exclusión y que abraza sistemas de inclusión perversa.

Una sociedad que ha caído en dogmatismos, en peleas tribales, en un individualismo exacerbado y en un desinterés (¿desconocimiento?) por el bien común y por el prójimo.

Una sociedad que es indiferente al pobrismo como política de Estado y donde lo más importante no parece querer asegurar que todos salgamos del pozo en el que hemos caído sino, por el contrario, que nadie pueda salir. Y, si se puede, que caigamos más profundo todavía en él.

Sin una sociedad viable no hay un Estado posible. Y antes de reclamarle nada al Estado debemos mirarnos en el espejo y entender si queremos ser o no, nosotros, una sociedad viable. Una sociedad.

Un monstruo de tres cabezas

En la mitología griega, Cerbero era un monstruo de tres cabezas que custodiaba la puerta del Hades, el inframundo.

La tarea de Cerbero era impedir que las almas muertas salieran del inframundo, así como evitar que las personas vivas cayeran a él. Argentina ha caído en ese inframundo y Cerbero evita que los argentinos progresemos y salgamos de él, así como evita que cualquier inversión, posibilidad de crecimiento o de desarrollo llegue a nuestras tierras.

Cerbero tenía tres cabezas. Nosotros también. 
Una, la de una persona enviciada de poder, arrinconada por una justicia que no puede someter y controlar. Al menos no todavía. Alguien que ha gritado a los cuatro vientos que la historia la habría de absolver. 
La otra cabeza, su heredero. Alguien que ya se está posicionando como cabeza del Partido Justicialista bonaerense y que, con mucha probabilidad, podría estar en carrera hacia una eventual candidatura a la presidencia en 2023. La última cabeza, la más preocupante de todas, la del presidente de la Nación. Un presidente confundido y dominado. Condenado a ser un remedo de sí mismo por toda la eternidad. 
Una figura presidencial a la que solo le queda seguir jugando el rol confuso y triste de seguir hablando en cinco estaciones de radio distintas por día, diciendo cosas erróneas, mintiendo o contradiciéndose a sí mismo cada una de las veces. 
Pero, como bien dice Jorge Asís, “basta con el archivo. El recurso obvio está servido. Contiene la intensidad de la repetición”. El archivo aburre. Lástima que naturaliza la actitud de ese señor. Y sigue menoscabando la investidura que le es prestada y que, cuando la tenga que devolver, estará todavía más devaluada de lo que ya está depreciada hoy. 
Y, como en esos juegos de lógica donde uno siempre miente, el otro siempre dice la verdad y el último dice lo que le conviene decir y se tiene que adivinar quién es quién con las distintas afirmaciones que hacen; así las tres cabezas del poder juegan con nosotros mientras vivimos en este inframundo cotidiano que nos supimos conseguir con nuestra anomia y con la delegación del ejercicio de nuestra ciudadanía el día que decidimos entronizar a esta clase de personas en el rol de caudillos renovadores y salvadores. 
Y el haber elevado a la altura de líderes a estas figuras también habla de nuestra decadencia moral. Y de nuestra debilidad social. 
El sesgo voluntarista e infundado por la cual muchos eligieron creer que “él la morigeraría a ella” se explica por la misma ceguera histórica por la cual muchos intelectuales, políticos y periodistas, en 1930, afirmaban que Hitler “acabaría entrando en razón”. Todos sabemos cómo terminó ese tramo de la historia.

La construcción de la sociedad

La construcción de una sociedad sana e inclusiva no se hace con caudillos ni con la aceptación de monstruos mitológicos encarnados en personas de carne y hueso. 
No se hace con mercaderes de certezas ni mucho menos con dogmas, totalitarismo, ignorancia, opinionismo ni reescribiendo la historia con la posverdad tan perversa.
La construcción de una sociedad se hace con esfuerzo. Con trabajo, con estudio, con sacrificio, sin atajos, ya que no existen las soluciones fáciles, ni formas rápidas o poco traumáticas para salir de este laberinto complejo en el que nos metimos. “Sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” prometió Winston Churchill ante el parlamento británico en 1940. 
El mismo Churchill que, como comentara en una columna anterior, el 25% de sus compatriotas relativamente contemporáneos a él lo consideraron un personaje de ficción. 
Nos guste o no, la ignorancia nunca es gratuita. Pocas cosas son peores que un país intelectualmente pobre, o que una sociedad abrace la mediocridad. 
Queda en nosotros la responsabilidad de decidir si queremos convertirnos en una sociedad funcional y viable o no. Queda en nosotros asumir la responsabilidad de decidir si queremos o no asumir nuestro rol de ciudadanos como protagonistas plenos y no como espectadores pasivos y obedientes. 
Si fuera el caso, entonces, deberemos abocarnos, con respeto, con información, con estudio, con esfuerzo, con paciencia, con apertura mental y con mucha iteración interactiva a preguntarnos, a debatir, a no frustrarnos y a asumir que, con suerte, ocasionalmente cada pregunta logrará una respuesta mientras abrirá la puerta a otros nuevos dilemas e interrogantes que habrá que ir listando y abordando uno a uno. 
 Pero la decisión es nuestra. No de Cerbero ni de ningún monstruo mitológico. Tampoco de ningún caudillo muerto o de uno nuevo por inventar y entronizar. Tenemos que aprender a ser caudillos -líderes en realidad, que no es para nada lo mismo - de nosotros mismos y cercenar las cabezas de todos los “cerberos” que quieran aparecer. 
Sin olvidar jamás las palabras de Friedrich Nietzsche: “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti”. 

* Magister en Administración de Negocios

 

 

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