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La pandemia causada por el coronavirus SARS-CoV-2, además de traer aparejadas fatales y trágicas consecuencias, y generar innumerables cambios en la vida cotidiana, puso sobre el tapete ciertos tópicos que antes no tenían mayor relevancia para la agenda gubernamental.
Temas que históricamente eran relegados a un segundo plano en la discusión política quedaron ahora en boga de la opinión pública. Sin duda, el sistema de salud y su eficacia es uno de ellos.
El colapso del sistema público de salud durante el pico de contagios, la falta de una respuesta adecuada de las obras sociales y la consecuente judicialización de la salud fueron algunas de las consecuencias que desnudaron la ineficacia del sistema, padecimiento de larga data que, ante la exigencia que significó la pandemia, quedó totalmente al desnudo.
Las declaraciones de la vicepresidenta de la Nación semanas atrás planteando la necesidad de repensar el sistema de salud en Argentina es un claro indicio de que la dirigencia política tomó nota.
Fallo controversial
Un caso paradigmático que evidencia la ineficiencia del sistema fue lo ocurrido hace algunos días en el sanatorio Otamendi de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde a un paciente se le suministró dióxido de cloro para contrarrestar un grave cuadro clínico generado por el coronavirus.
A pesar de que el uso del aludido compuesto químico está desaconsejado por la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (Anmat) y de no existir evidencia científica que aconseje su aplicación para tratamientos de COVID-
19, un fallo judicial ordenó su aplicación, luego de que el nosocomio se negara a hacerlo por considerarlo nocivo para el paciente.
Con el fallo judicial notificado (en la especie, una medida cautelar), la clínica no tuvo otra opción que suministrarle el dióxido de cloro al paciente, quien al día siguiente falleció.
Lo ocurrido genera numerosos planteos. Entre otros, ¿cómo es posible que un magistrado ordene un tratamiento desaconsejado por la gran mayoría de la comunidad médica y el organismo estatal especializado? ¿Quién es responsable de la muerte del paciente, si es que se acredita definitivamente que el dióxido de cloro fue determinante en agravar su cuadro clínico y, en consecuencia, producir su fatal desenlace? Y, en definitiva ¿cuál fue la falla concreta del sistema para que este tipo de hechos ocurra, y cómo puede evitarse a futuro?
Empecemos analizando el caso desde la perspectiva del juez que debe resolver la medida cautelar y la acción de amparo iniciada.
El magistrado, al entender en el caso, se encuentra con una persona cuyo estado de salud ya es grave, con un nosocomio -en el caso, el sanatorio Otamendi- que le deniega un tratamiento prescripto por su médico y ante una urgencia producto de la aludida salud del paciente.
Ante este escenario, el juez también se topa con dos principios propios del Derecho de la Salud que le condicionan su forma de resolver el caso: la prevalencia de la prescripción del médico tratante y la autonomía de la voluntad del paciente.
La primera, ampliamente aceptada en el ámbito jurisprudencial, le otorga prioridad al criterio del médico tratante por sobre el resto de las opiniones profesionales, como ser el juicio de la clínica donde esté internado el paciente o el de su obra social.
La voluntad del paciente
El principio encuentra su fundamento en la mayor cercanía del médico tratante con el paciente y el consecuente mayor conocimiento respecto a su salud. El otro principio, referido a la preponderancia de la voluntad del paciente, es el de mayor prevalencia y en última instancia el que termina determinando si un tratamiento será aplicado a un paciente o no.
Es tal la relevancia de la autonomía de la voluntad del paciente en el ámbito médico, que la Corte Suprema de Justicia de la Nación entendió en el conocido precedente "Albarracini Nieves" que "los pacientes tienen derecho a hacer opciones de acuerdo a sus propios valores o puntos de vista, aun cuando parezcan irracionales o imprudentes, y que esa libre elección debe ser respetada".
Solamente cede la aplicación del principio en cuestión si la decisión del paciente afecta a terceros. Es decir, el juez al entender el caso, se encuentra condicionado no solamente por la prevalencia de la prescripción del médico tratante, sino también por la infranqueable autonomía de voluntad del paciente.
Además, se agrega la dificultad de que generalmente, al solicitar tratamientos o medicamentos de urgencia, los pacientes eligen la vía de la acción de amparo por la urgencia del caso, lo cual genera que el magistrado deba tomar una decisión en un breve plazo.
Todo esto genera que el juez encuentre su discrecionalidad limitada al momento de decidir, amén de no ser un especialista en la materia.
En consecuencia, encomendarle que realice un exhaustivo control para enmendar las fallas del sistema de salud es inviable. El principal y verdadero problema reside en el hecho de que un médico llegue al punto de recetar un tratamiento desaconsejado por la Anmat y que no exista un mecanismo (o el existente sea ineficiente) para evitarlo, ya sea directamente previniendo este tipo de prescripciones, o sancionando al galeno ante el primer indicio de recomendaciones, prescripciones o tratamientos que no cuenten con un fundamento científico.
El proceso judicial no está pensado como un mecanismo de superintendencia o de control del ejercicio de la medicina, su finalidad es otra. Menos aún si se trata de un proceso de conocimiento acotado como lo es una medida cautelar en el marco de un amparo de salud. Esto no significa que la decisión del juez ordenando la provisión de dióxido de cloro a un paciente haya sido acertada.
Lo que quiero decir, es que un proceso judicial iniciado por una acción de amparo de salud no es el ámbito natural para corregir una falla en el sistema.
Quedarnos solamente en analizar la posible responsabilidad del juez no colabora en resolver la deficiencia del sistema ni contribuye a evitar que hechos semejantes vuelvan a ocurrir. La potencial solución, en cambio, reside en fortalecer las entidades de control y superintendencia del sistema de salud. Generar mecanismos (o vigorizar los ya existentes) que ejerzan la administración, el contralor y la vigilancia necesarias para evitar que un médico prescriba y convenza al paciente o a su familia de la necesidad de un tratamiento desaconsejado por la comunidad científica. Un Colegio Médico más fuerte y presente que, ante el mínimo indicio de prescripciones médicas o ejecuciones de prestaciones sin asidero científico, inicie un proceso sancionatorio; una Comisión Nacional de Evaluación de Tecnologías de Salud autónoma, independiente y con amplia representatividad que evalúe la incorporación, formas de uso y políticas de cobertura de las tecnologías sanitarias, y cuyos dictámenes sean vinculantes para las obras sociales y financiadoras.
El poder del médico
En la relación médico-paciente, generalmente existe una gran asimetría en la información con la cual cuenta cada uno. El médico ejerce una posición casi paternalista, producto de sus conocimientos técnicos de los que carece el paciente y a este solo le queda confiar en su galeno. Por ende, adherir al criterio de la autonomía de la voluntad del paciente como principio en la relación médico - paciente, significa también generar las condiciones para que dicha autonomía sea ejercida con el mayor discernimiento posible, evitando la existencia de profesionales que, amparados en la natural confianza del paciente, ofrezcan soluciones milagrosas y alejadas de la evidencia empírica, tal como ocurrió en el caso expuesto. Por ende, la existencia de instituciones sólidas y presentes, que regulen tanto el ejercicio profesional de la medicina como la incorporación de nuevos tratamientos y tecnologías médicas, es fundamental para garantizarle al paciente un franco ámbito para el ejercicio de su voluntad, libre de falsas promesas de curación o expectativas alejadas de la realidad. Centrarnos en la sentencia del juez es quedarnos estancados en el último eslabón de una larga cadena de mecanismos y decisiones deficientes. Es necesario detectar crónicas fallas en la ineficiente estructura sanitaria argentina y perfeccionar mecanismos de un sistema a todas luces es poco efectivo.
Que el árbol no nos tape el bosque.