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Argentina, una fábrica de pobreza

Sabado, 13 de febrero de 2021 01:49
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Argentina no produce chocolates así que esta nota no se puede titular "Argentina y la fábrica de chocolates" parafraseando el título de una película famosa. Tampoco sería correcto. No se puede tomar a la ligera un problema tan serio y que tiene un impacto tan profundo en la vida de tantas personas. No, Argentina no produce chocolates.

Peor, Argentina no produce. Solo extrae.

No destacamos en ningún sector industrial. Podríamos habernos convertido, por ejemplo, en un productor mundial de agroquímicos. O de maquinaria agroindustrial.

Con la extensión de nuestro territorio se podría haber desarrollado la industria del transporte.

Con nuestras capacidades, podríamos haber intentado irrumpir en la industria aeronáutica, como lo hizo Brasil. O tal vez la naviera. Con la colosal plataforma marítima argentina y su riqueza pesquera, la industria naval y la explotación del complejo ictícola podrían haber sido un camino mucho más que razonable. No nos dedicamos tampoco a la industria automotriz. No de una manera que no sea marginal (6,3% de las exportaciones totales en 2019) y con un 67% de esta producción dirigida con exclusividad a Brasil, apuntalando una dependencia innecesaria. No hemos desarrollado un sistema financiero sólido ni un mercado de capitales de relevancia internacional así que tampoco nos hemos convertido en un polo de servicios financieros regional. Ni en un polo de servicios de consultoría o en un hub (centro de operaciones y rampa de lanzamiento) de provisión de servicios propios de la industria del conocimiento. La realidad es que no producimos nada - que genere divisas - que tenga un valor agregado relevante. No hacemos nada que no sea una mera extracción o la simple explotación de nuestros recursos naturales.

No producimos ninguna tecnología de esas que hoy los países avanzados buscan desesperados desarrollar e imponer para ser más competitivos y crecer en las nuevas economías que ya está forjando la cuarta revolución industrial. Más grave todavía. Nosotros ni siquiera nos damos por enterados que el mundo está cambiando de una manera tan tajante y radical de la mano de tecnologías como la genética, la bioingeniería, la nanotecnología, la inteligencia artificial, la computación cuántica y la robótica.

El premio Nobel en economía Robert E. Lucas Jr. publicó, en 2004, un trabajo donde muestra cómo la Primera Revolución Industrial (1750) fue un hito que marcó una pauta de diferenciación progresiva entre los países (y regiones) según cuán rápido estos adhirieron a ella o no. Inequidad que nace en ese momento pero que se ha perpetuado y amplificado con el tiempo.

La cuarta revolución industrial será, sin duda alguna, la más profunda y dramática transformación de los sistemas de producción mundiales - y de la economía global - que hayamos experimentado jamás.

Va a superar a la primera revolución en términos de velocidad y profundidad de la transformación. Su impacto será abrumador. Quedar otra vez rezagados tendrá consecuencias. Más atraso y precarización. Mayor inequidad y pobreza.

Ciegos a esta realidad seguimos sin producir ni exportar nada en especial; nada excepto granos, harinas, aceites y otros productos propios de una economía primarizada. Festejamos el haber exportado, en 2019, un volumen récord de alrededor de 100 millones de toneladas de granos y de subproductos por un monto cercano a los 28.500 millones de dólares. Y cruzamos los dedos porque, "si el clima ayuda", la próxima campaña será aún más importante; 7.000 millones de dólares más significativa. No digo que esas divisas no sean necesarias.

El problema es su origen. Y su perpetuidad.

Estadísticas reveladoras

Sé que los números aburren, pero nada es más concreto ni más contundente que algunas cifras para desarmar cualquier fantasía y relato.

El último reporte del Indec, "Complejos exportadores - Primer semestre de 2020", expone los datos oficiales sobre las exportaciones argentinas. Treinta páginas que buscan ocultar lo obvio. Nuestro sistema de producción sigue siendo tan atrasado y extractivo como lo fuera en las primeras décadas del siglo XIX y XX. La Argentina circular donde nada cambia. Ni siquiera habiendo mediado 200 años y tres revoluciones industriales.

La suma de lo exportado por los sectores cerealeros (20,8%); bovino y equino (carne, cuero y lácteo: 7,4%); minero metalífero y litio (6,4%); de extracción de petróleo y gas (6%); frutícola (3,8%); pesquero (3,1%); hortícola (1,7%); forestal (1,1%); avícola (0,7%) junto con las exportaciones de miel, tabaco, azúcar, té y yerba mate (1%); da un total del 52% de las exportaciones totales. La mitad.

El complejo oleaginoso de soja (aceites, harinas, pellets de soja y biodiésel), maní, girasol y olivícola agregan otro 31,3%. Todas actividades extractivas con poco o ningún valor agregado y que, sumadas, dan un 83,3% del total.

El resto de las exportaciones se completa con un 6,3% del complejo automotriz; un 1,5% del rubro farmacéutico; un 1% del petroquímico; 0,5% del textil y, finalmente, un 7,4% de “otras exportaciones” no desagregadas y que, espero, pertenezcan a la industria del conocimiento, aunque, con seguridad, compartan participación con el sector de servicios financieros y logísticos. En resumen, el 83,3% de nuestras exportaciones -$83 dólares de cada $100 dólares que exportamos- , corresponden a producción primaria o extractiva con bajo o nulo valor adicionado sobre el bien exportado. Y si no se toman en cuenta las exportaciones de petróleo, gas, minería, litio y la producción ictícola, entonces el 67,8% de todas las exportaciones corresponden a productos obtenidos del campo argentino. Dos de cada tres dólares exportados corresponden a producción que se extrae del campo argentino.
El esquema productivo, económico -y político- que nos llevó a las crisis de 1873, 1890 y a todas las otras crisis que, de allí en más se han sucedido, incansables, no ha cambiado, en lo fundamental, en 200 años. Excepto por una mayor automatización de los sistemas de producción del campo, la menor cantidad de mano de obra que este requiere ahora en sus procesos y la acumulación progresiva e incesante de personas sin trabajo, sin calificaciones y sin futuro en la periferia de las cuatro o cinco grandes ciudades del país. Las mismas cuatro o cinco grandes ciudades que ya eran grandes en 1920: Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Mendoza y Santa Fe. No hemos cambiado mucho tampoco en ese frente. Sólo agregamos algunas ciudades más a la lista con pobres alrededor de ellas.
Ojalá algún día logremos entender que es infinitamente mejor para el país exportar 30.000 millones de dólares de satélite antes que ese mismo monto en granos. Por la industria derivada que genera. Por la calidad de los puestos de trabajo que demanda. Por los salarios que pagan esos puestos en esas nuevas industrias derivadas. Por la educación diferencial que necesita. Por el desarrollo que produce. Y, para los amantes de las dicotomías inconducentes, no pienso entrar en la disputa “campo o industria” propia de gente que, a propósito, busca hacernos perder el foco discutiendo consignas vacías de todo contenido intelectual.

El pobrismo 

Podría decirse con justicia que sólo producimos pobreza y que lo hacemos a una velocidad y con una eficiencia cada vez mayor. Argentina produce pobres. Tenemos instalada, operativa y a toda marcha, una enorme fábrica de pobres. Ojalá fuera de satélites. Pero no, es una fábrica de hacer pobres. El Indec reporta que, a junio de 2020 en los 31 conglomerados urbanos que releva, ya había 11,7 millones de personas por debajo de la línea de pobreza (40,7%) y 3 millones de personas en situación de indigencia (10,5%). En esos conglomerados viven 28,5 millones de personas de los cuales, 16,5 millones, no tienen trabajo ni lo buscan activamente (57,7%).
El resto es “población económicamente activa” -según una muy curiosa nueva forma de definirla- y está compuesta por 7,6 millones de personas “asalariadas” -con un sueldo promedio mensual de $34.206- y 3 millones de personas sin un salario formal y con un ingreso promedio de $22.591. A diciembre de 2020, Unicef Argentina había alertado que el 63,9% de los menores del país eran pobres. 8,3 millones de niñas y niños. El futuro de nuestro país. Nuestro legado. Nuestra única responsabilidad. Es fácil ver que, manteniendo estas condiciones -y con una inflación creciente- , la pobreza solo puede seguir aumentando.

 ¿Solo inoperancia?

Un gobierno, o dos, o tres pueden ser inoperantes. Es difícil, pero puede suceder. Pero ¿doscientos años de frustraciones y de inviabilidad? ¿Podemos ser tan infructuosos? Cuesta creerlo. Un país no se rompe. Pero sí puede seguir destruyéndose. Seguir degradándose social, económica y moralmente. Y la semilla de esta eterna perdición puede estar perpetuándose por medio de un Estado formado por personas y por poderes económicos que solo buscan asegurar la continuidad de sus privilegios degradando el statu quo. La pobreza como política de Estado y el pobrismo como estrategia política. La pobreza como estructura de poder. Fabiola Yánez inaugura una canilla comunitaria en Chaco y, en Puerto Pirámides, inauguran con bombos y platillos un cartel sobre la ruta nacional 3. No es broma; aunque lo parezca. Y los ejemplos se multiplican.
Cuesta imaginar un mayor ocaso moral que este. Continuar fabricando pobres que dependan de un Estado asistencialista y paternalista -ergo, autoritario- y que incumple secularmente con las funciones que un Estado de verdad debe desempeñar. Educar. Desarrollar. Crecer. Redistribuir. Asegurar la búsqueda de un futuro mejor para toda la sociedad.
Es difícil ser optimista a la vista de los resultados obtenidos a lo largo de toda nuestra historia y, menos todavía, sabiendo que no existe un plan hacia delante.
Cada día es más evidente que nos sobra pobreza y que nos falta amor al prójimo mientras que la fábrica de pobres sigue funcionando, esta sí, a  su máxima capacidad.
 

 

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