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Hace unos días se viralizó un hecho curioso en una parroquia de Venado Tuerto, la policía santafecina interrumpió una misa con asistencia de fieles y el cura párroco les salió al cruce con un inmenso crucifijo con gesto de exorcista frente a un demonio indomable. Hecho que produce hilaridad y que gracias a los fieles tomó estado público, provocando diversas reacciones respecto a las restricciones impuestas por el decreto presidencial que mandó a las actividades religiosas a una hermética reclusión. Días atrás hubo también, una interrupción de la misa en la provincia de Buenos Aires por parte de la policía del lugar, en una celebración de primeras comuniones dentro un predio abierto con fieles que cumplían con las medidas protocolares de uso de barbijo y distanciamiento social. Era la parroquia del padre Tito, un cura muy popular y crítico de la gestión política. Los fieles fueron desalojados del predio y el evento religioso fue suspendido. La diócesis de Venado Tuerto no tardó en disculparse por la actitud del párroco santafecino, y les recordaron a sus sacerdotes las medidas dispuesta por el Poder Ejecutivo Nacional a través del decreto 334/2021 motivado por el riesgo de transmisión del virus SARS-CoV-2, ya que el aumento de los casos registrados en éste año superan en número y velocidad a los contagios del 2020.
La curia santafecina de Venado Tuerto afirmó que “ante la delicada situación sanitaria, la Iglesia sigue colaborando humildemente con las autoridades locales, renunciando a la presencialidad de las celebraciones y acompañando a los fieles por medio de distintos medios con las que ella cuenta, hasta que mejore el cuadro de la pandemia”.
En varios lugares del país se produjeron hechos similares, incluso en aquellos templos donde los sacerdotes transmitían la misa por las redes sociales conocidas, sólo por tener uno o dos ayudantes laicos, durante el año pasado. Bastaba un llamado de vecinos para involucrar a los ministros religiosos en un delito. Pero la pandemia, en nuestro país, ya se llevó a tres obispos, varios sacerdotes y algunas religiosas entregadas al trabajo con los pobres. En algunos casos, contagiados por cuidar a sus propios feligreses enfermos. La epidemia de la peste amarilla en Buenos Aires, año 1870 también se llevó un alto número del clero porteño, laicos y religiosas de esa época que no querían abandonar a los infectados a morir en las calles como desecho peligroso.
La palabra “confinamiento” que se usa para animar a la gente a cuidarse suena a cárcel en la conciencia colectiva. Y hasta ahora no ha sido una solución eficaz, las calles de las ciudades confinadas siguieron abarrotadas de gente en movimiento, confiterías llenas y negocios abiertos, ante la pasividad de las fuerzas de seguridad que preferían, tal vez, no confrontar con la impetuosa y cansada población. Una frase que recorre las redes nos pinta una realidad irónica cuando dice que es la primera vez en la vida que debemos ir a trabajar a escondidas de la policía. El hombre es gregario por naturaleza y en esos tiempos reclama y extraña el encuentro con los amigos. Quienes comparten la fe necesitan de la asamblea o “ecclesia” como espacio concreto de comunión, donde se comparte no sólo lo ritual, sino la organización de la comunidad y el servicio de caridad, hoy popularizado como solidaridad. La religiosidad se expresa en la ritualidad y la ritualidad requiere de la comunidad para la celebración plena.
La fe es vital durante este tiempo de incertidumbre provocado por la pandemia y la agobiante y vertiginosa situación socio económica. Los enfermos de COVID-19 no deben ser tratados como “los leprosos” de los relatos bíblicos, ya sean por miedo, o simplemente, por bullying. Necesitan contención ellos y sus familias, necesitan atención espiritual. Si bien están prohibidos los funerales religiosos para ellos, bien podrían las religiones dar contención a las familias que ni siquiera pudieron despedirlos en el lecho de muerte. Los enfermos de COVID-19 mueren en la más absoluta soledad y se suma la crueldad de no poder recibir como familia la contención propia de la fe. No basta la virtualidad para las expresiones religiosas y dónde se permitieron celebraciones y ritos, siempre se cumplieron con los protocolos. No debería ser una actividad confinada al silencio.
Las celebraciones religiosas no pueden ser consideradas actividades esenciales, sino necesidad vital. Es un alimento de paz y contención en medio del miedo por la pandemia y la desazón que provoca el encierro. La misa virtual no equivale a una participación plena y es considerada, erróneamente, como reunión social.
Las trasmisiones virtuales del rito religioso cristiano, hacen que se corra el riesgo de alejarnos del encuentro íntimo con Dios, quien, para el cristiano, no se ha entregado de forma virtual, sino real en la persona de Jesucristo y se ha quedado en la Eucaristía, “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Juan 6, 56). La experiencia de la fe, no sólo la cristiana, sino también el judaísmo, el islam y otras religiones, tienen en su origen y matriz, una dimensión profundamente comunitaria. La religión constituye una vivencia personal y es también, en la mayoría de los casos, una expresión social de los pueblos. Desde los más antiguos textos sagrados judeocristianos y de los textos de otras religiones, la religiosidad no es un acto intimista y solitario, es un acto de experiencia comunitaria que implica avanzar de la ritualidad a la rutina de la vida cotidiana, donde el encuentro de las personas se transforma en amor solícito por el otro. En éste tiempo de pandemia, el miedo, el confinamiento y la coacción de la fuerza pública no alcanzan. Es necesaria una mirada más humana y trascendente de la persona y la sociedad.