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En las últimas semanas, el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, visibilizó lo que ha sido durante mucho tiempo: un dictador castrista que, con la excusa de haber derrotado al previo dictador Anastacio Somoza, se perpetúa en el poder sin permitir elecciones libres, violentando la democracia en varias de sus formas.
En su segundo mandato, ya desde hace 15 años, Ortega ha censurado medios de comunicación opositores, reprimido manifestaciones, impulsado leyes antisedición y asesinado a 22 oficiales de su policía local más otros 250 civiles opositores.
Nicaragua se acerca a una nueva elección presidencial el 7 de noviembre y Daniel Ortega, junto a su esposa y vicepresidente Rosario Murillo, han detenido a 13 miembros de partidos opositores de los cuales cuatro eran candidatos a presidente. Toda una muestra de civilidad y democracia imitando a Chávez y Fidel.
Ante semejante atropello a las libertades individuales, uno creería que son pocos los gobiernos democráticos que simpatizan con las políticas de Daniel Ortega. Solamente se me ocurren nuevamente los mismos. Podría agregarle a Bolivia.
Esta semana, ante una declaración de repudio de la OEA hacia Nicaragua, el gobierno de Alberto Fernández se abstuvo, exhibiendo una vez más su inclinación a favor de estos regímenes dictatoriales.
¿En qué esquema cabe abstenerse ante tremendo ataque a la libertad y la democracia? Pues, en el esquema kirchnerista. No necesariamente por un apoyo a Ortega y a Nicaragua, sino por la verdadera razón. ¿Cómo se le abre la puerta a Patricia Bullrich y Mauricio Macri para que marquen la diferencia que repudiamos a Nicaragua y no lo hacemos con Venezuela?
Sería un error político imperdonable. Ortega y Maduro son exactamente lo mismo. Presos políticos, asesinatos por protestas, ejecuciones extrajudiciales, etc. Repudiar a uno sería repudiar al otro, pero con Venezuela no se juega y abrirle esa ventana a la oposición sería un grosero error estratégico para el Gobierno.