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En 1644 John Milton escribió lo que tal vez sea la defensa más elocuente de la libertad de expresión: un panfleto que llamó Areopagita, por un célebre discurso del orador Isócrates sobre el gran pilar de la civilización griega. Poco ha cambiado desde entonces, aunque muchas veces perdemos dimensión de la importancia de este derecho fundante, que asegura el uso de la palabra y la manifestación del pensamiento en todos los planos, especialmente la prensa.
Los últimos veinte años han estado marcados por el poder del relato. Un modo de instituir la verdad desde el Estado con una función narrativa, no demostrativa; que no crea verdad, sino que la establece. Su espacio ha sido el lenguaje que se pronuncia desde el poder, con consecuencias muy restrictivas sobre la libertad de expresión: fuera de su marco de referencia todo es sancionado, al punto que hay dogmas que no se pueden discutir.
Lo que provocó ese régimen de verdad ha sido la posverdad: no hay debate, sino que cada argumento sirve para reafirmar una creencia, nunca para ponerla en cuestión y reforzarla desde el ejercicio mayéutico de la duda. El resultado: una sociedad anquilosada, más cercana al grito autoritario que a la pregunta que forma e informa; desde el periodismo militante hasta el ninguneo a la oposición.
La reacción ante tanta rigidez se expresa nítida en la evolución de la web. La web 1.0 ha sido la de las viejas páginas de internet, con información unilateral ante el click de un consumidor completamente pasivo.
Sobrevino la web 2.0, que dio lugar a una plataforma marcada por la convivencia, con participación activa de los usuarios (Facebook, Twitter, Tik Tok); como contracara, el surgimiento de monopolios y discutible manejo de datos personales. Estamos en la tercera etapa: la web 3.0 promueve la descentralización, con comunidades que se forman en derredor de intereses y gustos, y riesgos asociados a verdades manipuladas (trolls).
Se perfila un régimen que suplanta la institución de la verdad desde el Estado por una constitución de la verdad desde abajo hacia arriba. Mucho más parecido a la costumbre que crea derecho desde el uso, que a la ley que impone derecho desde la autoridad.
Si se presta atención, esta es la gran razón por la que todas las propuestas políticas que imponen un relato unilateral han quedado tan fuera de foco: el marco de verdad ya no es el relato sino un proceso de creación, que va poniendo en evidencia serias tergiversaciones históricas. Sirva de ejemplo la película "Argentina, 1985", y la inconsistencia de argumentos proselitistas que ya nadie cree.
Colorín colorado. Décadas de relato han tenido resultados tangibles: inflación, déficit público, deuda pública y los niveles de indigencia más altos de los últimos veinte años. La tecnología preanuncia un cambio, que toma como referencia el derecho matricial del sistema democrático, la libertad de expresión. Hay que bregar porque sea el buen uso y no el abuso, porque justamente no se trata de decir cualquier cosa de cualquiera, lo que sería empezar de nuevo con el relato.