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Ya decía Borges que otra hubiera sido nuestra historia si los argentinos tuviéramos como libro señero al Facundo en vez del Martín Fierro. Refería a esa elegía a la viveza criolla que transpiran varios versos de Hernández, ese apego inveterado a esquivar la ley, cuando no a violarla impunemente. Vivimos tiempos de altísima tensión institucional. Los niveles de inflación e indigencia que sufre el país son casi una certeza de una derrota electoral del oficialismo, por más que algunos busquen esperanzas en los trapicheos propios de la previa a la consolidación de un liderazgo.
Y aquí el gran problema: hay un accionar político instaurado, tan contumaz como errado, que parte de la premisa de que el principio de identidad no existe (no se puede ser y no ser a la vez). Les cuesta entender a sus impulsores que no se puede ser oposición y gobierno al mismo tiempo; más todavía, reconocer que la oposición existe, que es otro y que piensa distinto. Pensamiento mítico.
De tamaño problema interpretativo, derivan riesgos aún más grandes para el provenir. Por encima de las distorsiones que crea el emparchado económico que se quiere presentar como plan, se destaca el daño institucional de algunas medidas propias de la desesperación, de un gobierno fértil en astucias y ardides, recogidos de los consejos del viejo Vizcacha.
Es el caso de la intentona por derogar las PASO. Fue el caso del artificio para nombrar ilegítimamente consejeros de la Magistratura, que acaba de desbaratar la Corte Suprema, con un fallo repleto de mensajes.
La maniobra fue un fraude, liso y llano. Para ocupar tres de los cuatro lugares que tenía el Senado, se recurrió al ardid de dividir el "partido" oficial en dos bloques; entre gallos y medianoche, más de lo mismo: malinterpretando adrede un fallo de la Corte anterior que mandaba a cumplir la ley, no estirarla.
Los fallos de primera instancia recurrieron al típico argumento judicial del pilateo: es una decisión política no justiciable. Argumento de un enorme valor, cuando es bien aplicado; no como en el caso, que sirvió de tangente para justificar la treta sin decirlo.
La Corte terminó con el ardid. Todo, el perpetrado en el Senado y el justificado por los tribunales inferiores. Y en pocas páginas dijo mucho y dejó varios mensajes. Cosas tan elementales que lamentablemente la viveza criolla ha horadado durante años. La buena fe, que se opone al abuso del derecho y a la simulación. El principio de colaboración, que debe existir entre los poderes del Estado. El debido proceso legislativo, que se debe respetar, aunque diputruchos y saltimbanquis de la política hayan querido naturalizar otra cosa. Y el rol de los partidos políticos, no como una herramienta para satisfacer caprichos sino como instituciones fundamentales de la democracia.
Y lo mejor de todo, que lo hizo rápido. Porque justicia que llega tarde, no es justicia. Y es de esa demora de la que justamente se valen los pícaros para impetrar sus astucias de siempre.