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El Congreso debe facilitar el acuerdo de refinanciación con el Fondo Monetario Internacional y el Gobierno nacional, a su vez, debe materializarlo y cumplir con todos los compromisos y con un plan económico concreto, del que hoy carece.
Evitar el default y honrar el vencimiento de este 22 de marzo es imperioso para el país. El debate debería desembarazarse de la maraña ideológica de La Cámpora, que se opone al FMI por sistema, pero no ofrece respuestas a la catástrofe social y económica que el país vive desde el comienzo de este siglo, y que ya acumula una deuda pública en dólares y en pesos cercana al 80% de producto bruto interno.
A su vez, el presidente Alberto Fernández y su gabinete deberían hacerse cargo de la responsabilidad política de reducir el gasto público, aumentar la seguridad jurídica y controlar la inflación. Gobernar es asumir los costos políticos; trasladar a la oposición la responsabilidad de decisiones antipáticas, pero vitales para el futuro del país, es huir de los problemas.
Lo que peyorativamente se denomina "exigencias del FMI" son en realidad medidas elementales para un país que debe, perentoriamente, reducir la burocracia y aumentar la eficiencia en inversión productiva, tecnológica, educativa y sanitaria.
En ese punto, el Gobierno envía señales sombrías. El propio ministro Martín Guzmán, el negociador de la refinanciación, declaró que "a nadie del Frente de Todos le gusta que el FMI esté en la Argentina, pero ya estaba cuando este Gobierno asumió". La Argentina es miembro del FMI, por eso, el organismo está en la Argentina. Los monitoreos se limitan a la búsqueda de garantías para poder refinanciar, con nuevos préstamos, US$ 45.000 millones que faciliten el pago de la deuda y oxigenen las reservas del Banco Central.
Sin crédito externo y sin disciplina fiscal ningún país puede desarrollarse en el mundo contemporáneo. Otro indicio de la ausencia de un plan de gobierno lo produjo la renuncia de un asesor de extrema confianza de Martín Guzmán. El economista Javier Papa se fue esta semana cuestionando "las continuas medidas de corto plazo que no se condicen con un rumbo económico desarrollista de mediano y largo plazo que nuestro país tanto necesita".
El tratamiento del acuerdo en el Congreso choca con otra dificultad: la grieta transversal que alinea, paradójicamente, a los sectores más radicalizados del kirchnerismo y el PRO, que buscan el rechazo, y del otro lado a los legisladores oficialistas de origen peronista y a la mayoría de los diputados radicales y de la Coalición Cívica, que apelan al sentido común.
Los moderados son proclives a dar quórum y a la aprobación del artículo que autoriza la refinanciación; probablemente gran parte de ellos se abstendrán al momento de votar las medidas concretas que son atribuciones del Poder Ejecutivo.
Los desacuerdos internos del Frente de Todos dejaron al país sin presupuesto y ahora representan el mayor obstáculo para el acuerdo de refinanciación.
La reducción gradual del déficit fiscal en los próximos tres años y alcanzar el superávit en 2026, año en que se comenzará a pagar el nuevo préstamo, sean o no exigencias del FMI, son necesidades de la sociedad argentina. Lo mismo cabe decir del saneamiento de los subsidios y las tarifas y de la recaudación impositiva que incluye el entendimiento.
En cambio, si el Gobierno decide incrementar la presión tributaria y aumentar las retenciones sobre la exportación de granos, o si intenta controlar la inflación con los métodos pretorianos y anacrónicos que impulsa el secretario de Comercio Roberto Feletti, no hay acuerdo que valga. En esas condiciones el cumplimiento de los compromisos internacionales volverá a ser un vía crucis.
A pesar del discurso del presidente ante la Asamblea Legislativa, que provocó a la oposición, sin autocrítica y sin enunciar un plan coherente, es de esperar que en el Congreso impere la razonabilidad y que el acuerdo se apruebe con ajustado margen, aunque la letra chica no sea aprobada ni rechazada y quede en manos del Poder Ejecutivo, que es el responsable de la gestión económica.