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Razones y pretextos en la tragedia de la guerra

Martes, 26 de abril de 2022 02:12
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Desde los tiempos bíblicos se han justificado con diferentes pretextos, aspectos principistas, dogmas, fundamentalismos varios, liderazgos psicopáticos aceptados por pueblos alienados, imposturas políticas apoyadas por las fuerzas de la represión, la militarización de la política la violencia, la tortura, las violaciones, el desprecio por la vida humana.

No es posible saber cuándo y cómo fue la primera de esas innumerables contiendas entre los seres humanos. Hacia el año 560 a C. Homero, un poeta griego que había perdido el sentido de la vista pero no el de la belleza, contó las hazañas y las desventuras de héroes griegos y troyanos. Por mucho tiempo se creyó que Troya solo existía en los versos de la Ilíada y de la Odisea. Los poetas suelen inventar ciudades, pero en 1871, gracias a Heinrich Schliemann, un empecinado magnate prusiano con vocación de arqueólogo, se pudo saber que Troya era una ciudad que hacia el 1200 a C. había sufrido una guerra, esa misma que Homero contaría setecientos años más tarde. La fe y la guerra no son elementos exclusivos de las religiones paganas. En las primeras páginas del Antiguo Testamento, Moisés (Éxodo, 15:3) señala que Yahveh es un guerrero con armas poderosísimas, la destrucción de Sodoma y Gomorra y las diez plagas que desató sobre Egipto despejan cualquier duda. En el Libro Primero de Samuel (1:3) se lo denomina "Yahveh de los ejércitos". Algo más pacífico, el profeta Isaías (2:4) propuso: "No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra". Esas palabras las iba a confirmar Jesús. En el Nuevo Testamento leemos: "Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán" (Mateo, 26:52). Buenas intenciones que lamentablemente iban a tener poco eco: Juan en su Apocalipsis desenfunda otra vez la espada y anuncia el exterminio de las naciones paganas (19:14-15): "Y los ejércitos del cielo, vestidos de lino blanco puro, le seguían sobre caballos blancos. De su boca sale una espada afilada para herir con ella a los paganos".

 

En el año 300, Constantino, emperador de Roma, de regreso de una de sus campañas guerreras asegura haber visto una cruz brillante en el firmamento, dice que la cruz contenía estas palabras: In hoc signo vinces ("Con este signo vencerás"). A partir de ese momento decreta que el cristianismo sea la religión oficial del imperio. Poco después numerosos cristianos integrarán las filas del ejército romano, sordos a las palabras que medio siglo antes pronunciara Orígenes, Padre de la Iglesia: "Nosotros los cristianos no podemos empuñar la espada y luchar en contra de nuestros semejantes, no debemos aprender el arte de la guerra, somos hechos hijos de paz mediante nuestro maestro Jesús". Con el sacro propósito de despejar dudas, el Segundo Concilio de Constantinopla, celebrado en el año 553, condena las obras de Orígenes y deja vía libre a las contiendas; incluso forja un término cercano a la paradoja: "guerras santas". Las célebres "cruzadas" son el ejemplo más lacerante al respecto. Basta recordar qué ocurrió con los habitantes de Troya luego de celebrar el regalo que los griegos les habían dejado en la puerta o lo que sucedió con los vecinos de Jericó cuando el ejército de

Josué derribó las murallas y entraron a saco en la ciudad. En la era moderna las matanzas continúan, pero para el caso se ha creado un eufemismo: "daños colaterales" que ahora, sin disimulo alguno, matan hombres, mujeres y niños civiles indefensos sin que nadie proteste demasiado. Así de simple, los miles de muertos civiles que entraña toda guerra han dejado de ser daños colaterales. Integraron esa inefable lista los que el 6 de agosto de 1945 vivían en Hiroshima, o los que el 9 de agosto del mismo año vivían en Nagasaki. La integran los que en distintos tiempos del siglo pasado y de éste vivían en Corea, en Vietnam, en Panamá, en Afganistán, en Irak. La Ilíada se cierra con un funeral: "Las exequias tales fueron que hicieron los troyanos al adalid de sus legiones, Héctor". No fue fácil cumplir con esa ceremonia. Aquiles después de matar a Héctor, sujetó el cadáver del príncipe troyano a su carro de guerra y lo arrastró por el campo de batalla, frente a los muros de la ciudad. Aquiles era célebre por su cólera; no obstante accedió al ruego de Príamo y le devolvió al rey de Troya el cuerpo de su hijo muerto. De ese modo, Héctor pudo ser velado con todos los honores.

Aproximadamente en el 500 a. C. un militar chino de nombre Sun Tzu apuntó sus ideas y experiencias castrenses, el resultado fue un libro que se llamó El arte de la guerra. Con o sin arte, las guerras se repiten incesantemente: ahí están las Médicas y la de los Treinta Años, las obstinadas guerras napoleónicas, las guerras civiles y las guerras de la Independencia. La guerra del Peloponeso tuvo una magnitud tal, por su dramatismo y destrucción, que solo puede compararse con las dos guerras mundiales del siglo XX. Una de éstas, la de 1914, disparada por el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y de su esposa Sofía Chotek fue la excusa para que estallara un viejo conflicto entre potencias imperialistas (Alemania, el Imperio Austrohúngaro, Francia y Gran Bretaña) que iba a producir más de diez millones de muertos y nuevamente modificaría el mapa del mundo. Por su cifra de cadáveres, la guerra del '14 obtuvo el privilegio de ser llamada "la Gran Guerra", palma que perdería fuerza en 1939, cuando Hitler, también con ímpetu imperialista, invadió Polonia y dio comienzo a la Segunda Guerra Mundial.

 En esta contienda los muertos ascendieron a sesenta millones. Un verdugo suele no arrepentirse de sus asesinatos, aunque articula un discurso en el que afirma que él solo cumplía órdenes, “obediencia debida” le dicen. Nietzsche alguna vez señaló que la guerra no deja ni vencedores ni vencidos, solo sobrevivientes que de inmediato se preparan para poner en marcha una nueva contienda. No debemos acostumbrarnos a que nos maten sin protestar. 
Lo mejor es no rendirse a la ortodoxia y no usar armas para aniquilarnos, lo que, además de trágico, es notoriamente ridículo. Los nuevos dictados geopolíticos tienden a opacar los graduales avances en contra de las prácticas bárbaras y las tentaciones a favor de la violencia masiva. La tragedia humana en Irak, con cientos de miles de muertos sin que se hubiera probado la existencia de armas de destrucción masiva; la resignación de Europa y Estados Unidos ante el calvario social en Darfur, Sudán, país en el que China tiene inversiones en hidrocarburos; la patética banalización o negación del Holocausto judío por parte del presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, los padecimientos sin nombre que vive el pueblo de Palestina; la desatendida crisis de Colombia, con más de tres millones de desplazados; el paulatino olvido del Holodomor ucraniano y de las recientes matanzas de chechenos son solo algunos ejemplos que ilustran la parálisis y regresión en materia de derechos humanos. 
Los genocidios fueron muchos y muy crueles. Su olvido puede ser la antesala de la impunidad extendida. La soledad de las víctimas de ayer y de hoy es el prólogo de más barbarie. Seguramente habrá más guerras y matanzas aunque, quizás ya no guerras mundiales como las del siglo XX. Las guerras serán locales, asimétricas, con estados desintegrados, guerras de bandos, guerras terroristas...; el arsenal de autodestrucción de la humanidad sigue disponible y no es de descartar el desvío de armas sucias hacia la circulación privada. La brecha entre ricos y pobres, la escasez de recursos energéticos, el cambio climático son fuentes de conflictos y de turbulencia y dificultades de gobernabilidad de muchos pueblos. La supuesta bondad del hombre no garantiza la paz, por eso se necesita mayor justicia y la protección por medio de las armas. Al parecer, la paz seguirá siendo una paz armada.

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