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¿Cuántos sabemos qué es un logaritmo o para qué sirve; cuánto es y cómo calcular la raíz cuadrada de 25; o hacer con papel y lápiz la cuenta 4.825.008.000 dividido entre 153? ¿Cuántos sabemos calcular el resto de esa cuenta o calcular de cuántos días y años estamos hablando si esa cifra representara segundos? ¿Cuántos podemos explicar la diferencia entre el sistema decimal y el sexagesimal, por caso?
¿Cuántos sabemos quién fue asesinado y su muerte condujo a la Primera Guerra Mundial y por qué, o por qué se produjo la Segunda Guerra Mundial? ¿O qué países fueron partícipes de la guerra que se considera uno de los enfrentamientos armados más crueles de la historia: -la Guerra del Paraguay-?
¿Cuántos sabemos quién fue el primer presidente argentino o de qué se trató el empréstito de la Baring Brothers? ¿Quién sabe quién fue Spruille Braden o quién puede explicar de qué se trató la controversia Braden o Perón? ¿Quiénes fueron y por qué se hicieron famosos y perdurables en la historia Carlos Pellegrini, Torcuato de Alvear, Luis Leloir o Luis Agote?
¿Cuántos hemos leído “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo; o el prólogo a esta obra escrito por Napoleón Bonaparte? ¿O la edición de esa obra con las anotaciones del propio Napoleón hechas al margen? ¿Cuántos la versión original del “Arte de la Guerra” y no la deformación atroz y vulgar hecha con fines comerciales para “gente de negocios”?
¿Cuántos sabemos quién escribió “El mercader de Venecia”; cuántos la hemos leído? ¿O el “Quijote de la Mancha”; o “El Aleph”? ¿Cuántos hemos leído a Goncharov, Turguéniev, Gógol, Kawabata, Mishima, Mizumura, Akutagawa; por mencionar algunos autores famosos, casi todos ellos desconocidos en general?
¿Cuántos conocemos los cuentos contenidos en “El libro de Arena”? ¿O hemos leído el prólogo de Jorge Luis Borges a “La Metamorfosis” de Franz Kafka? ¿Cuántos hemos leído las abisales obras del propio Kafka? ¿Quiénes habremos leído Rayuela o los cuentos de Cortázar? O la extraordinaria “Antología de la literatura fantástica” compilada por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. ¿O algo de Amélie Nothomb o de Michel Houellebecq o de Haruki Murakami?; para que no me acusen de no leer o traer ejemplos de autores y obras de la modernidad. ¿Cuántos podríamos explicar qué es el colectivo Wu Ming y cuáles son sus obras más recientes?
¿Cuántos hemos leído a Gianni Vattimo, Zygmunt Bauman, Hannah Arendt, Giles Lipovetsky, Amos Oz, Nick Srnicek, Sara Ahmed, Éric Sadin, Mark Fisher; o Nietzsche, Camus, Unamuno; o Emily Dickinson, William Blake o W. B. Yeats; por mencionar apenas un puñado ínfimo -muy ínfimo- de lecturas imprescindibles y necesarias para no perder nuestra humanidad? ¿Cuántos hemos leído ahora a Byung-Chul Han, apremiados por la moda que impone hoy su lectura? ¿Cuántos hemos leído a Eric Hobsbawn, Niail Ferguson, Tom Holland o Paul Johnson; también puestos a nombrar apenas a un puñado de pocos historiadores también necesarios? ¿Cuántos a Karl Popper; quien dijo: “La verdadera ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el hecho de negarse a adquirirlos”?
¿Cuántos podemos enumerar las fronteras de Rusia, de China o de Argentina? ¿Cuántos podemos saber qué comercia Australia, qué Azerbaiyán y qué Brasil? ¿O en qué parte del globo se concentra el 67% del comercio marítimo internacional mundial? ¿Qué son las islas Kuriles y por qué la disputa sobre su soberanía es relevante y potencialmente peligrosa? ¿O explicar por qué el sudeste asiático se está convirtiendo en un polvorín y el lugar de donde podría surgir la chispa que podría dar inicio a la Tercera Guerra Mundial?
Si hago esta lista no es para ostentar conocimiento sino para tratar de refutar algunos argumentos falaces; uno: “no necesito saber hacer cuentas; solo me basta saber usar una calculadora”. Otro: “no necesito saber; puedo buscar en internet todo en cualquier momento y en cualquier lugar desde mi celular”. Solo necesito mi “teléfono” y saber “googlear”.
Cosa curiosa, “googlear” ya es un verbo. Y no es cierto. Ambas afirmaciones tan superficiales no son verdaderas.
De la estupidez a la locura
Umberto Eco, en su libro “De la estupidez a la locura”, muestra que el 25% de la población inglesa piensa que Winston Churchill, Mahatma Gandhi y Charles Dickens son personajes de ficción, mientras que muchos de los encuestados incluyeron a Sherlock Holmes, Robin Hood y a Eleanor Rigby entre las personas que ellos creen que sí existieron. Por supuesto, el fenómeno excede a Inglaterra. No tenemos el patrimonio ni de la estupidez ni el de la ignorancia.
La realidad es que el telefonito podrá darnos el resultado de la cuenta más rápido, pero sin saber calcular. La gran mayoría de la gente no sabe hacer una cuenta. En la misma línea, es cierto que se puede obtener información y datos que están a tan solo unos pocos clics de distancia; pero eso no suple el razonar. El discernir. Muchísimo menos el saber. Ni el saber pensar.
Aunque sea cierto que todo se puede googlear, nada de lo que resulta de esa búsqueda nos dará conocimiento ni nos permitirá hacer las conexiones que se necesitan saber hacer para pensar bien. Hay formas correctas e incorrectas de razonar y de pensar, necesarias para poder evaluar una situación con justeza y precisión. Para ser capaces de obtener nuestras propias conclusiones ni no caer presas de la necesidad de consumo ni de las opiniones ajenas ni de los saberes ajenos.
Saber pensar requiere de un entrenamiento y de una práctica que ningún motor de búsqueda puede ni podrá sustituir jamás. A menos que estemos dispuestos a dejar que otra persona o que un algoritmo piense por nosotros. Y, al paso que vamos, ese parece ser nuestro futuro más probable. De seguir así, la especie biológica humana se podría convertir en no más que la transición necesaria e ineludible hacia una especie digital a la cual le vamos a resultar redundante e innecesaria, además de torpe y obsoleta. Quizás solo seamos esa transición. Nada más.
Saber, leer, informarse, buscar, desafiar y ser desafiado es la única manera de desarrollar un pensamiento crítico propio. Un saber que nos permita discernir entre una noticia verdadera y una falsa. La diferencia entre una historia verdadera y un relato; un argumento correcto de uno falaz. Algo posible de algo que nos quieren hacer creer como una verdad. La verdad de una flagrante mentira.
Ceder nuestro conocimiento adquirido, propio y privado, a las supuestas bondades de un “repositorio de conocimiento” público, externo, alterable y ajeno por completo a nuestro control, es, cuanto menos, preocupante. Y no reconocer o no valorar esta preocupación, algo en extremo estúpido.
Al final del día, quizás por eso resulte que preferimos las mentiras evidentes de los charlatanes que abundan cada día más a las verdades incómodas de los que saben. Quizás por eso rehuimos de la complejidad y abrazamos slogans vacíos y falaces como náufragos a los salvavidas. Pero, como nos aterra la incertidumbre, seguimos sin dudar a estos charlatanes vendedores de certezas que proliferan quienes -ellos también-, rehúyen de la complejidad, nos mienten con descaro y no saben nada de nada de lo que vociferan mientras buscan imponer sus ideas a los gritos y a los empujones. Creando un entorno de locura colectiva normalizada.
Ya lo advirtió Alexis de Tocqueville casi un par de siglos atrás: “Una idea falsa, pero clara y precisa, tendrá más poder en el mundo que una idea verdadera y compleja”.
El fin de la humanidad
La modernidad nos está conduciendo a una vida donde reinan -cada vez más-, la escasez de atención y la insuficiencia de conocimientos. Llenos, en cambio, de un exceso de sensaciones, de percepciones y de emociones, pero con una notable falta de personas con sabiduría y con humanidad. Se está produciendo un “vaciamiento de vida” irreversible y voluntario. Estamos resignando nuestra calidad de vida y nuestra valía individual en pos de un colectivismo que no es tal; una colmena llena y cercana, pero vacía de valor.
Lo marca uno de los filósofos nombrados y aludidos antes, Byung - Chul Han: “Hoy corremos detrás de la información sin alcanzar un saber. Tomamos nota de todo sin obtener un conocimiento. Viajamos a todas partes sin adquirir una experiencia. Nos comunicamos continuamente sin participar en una comunidad. Almacenamos grandes cantidades de datos sin recuerdos que conservar. Acumulamos amigos y seguidores sin encontrarnos con el otro. La información crea así una forma de vida sin permanencia y duración”.
Y esto no es producido por la tecnología ni es producto de ella, como muchos se empeñan en hacernos creer. La tecnología solo nos intenta proveer de un mecanismo de escape que abrazamos sin pensar y sin valorar con corrección. Un pálido sustituto al vacío existencial que nos impone la ignorancia; el no saber; el no querer pensar.
Tengamos cuidado. Porque a la “comodidad” de no saber y de no querer pensar, le sigue la “comodidad” de que nos digan cómo y cuándo hacerlo todo. Cómo vivir. O cómo sobrevivir. Nada es gratis en la vida. Mucho menos el no querer saber. Muchísimo menos todavía el no querer pensar.
El renunciamiento voluntario al saber y al querer pensar tiene un costo enorme que seguimos negándonos a reconocer y asumir, pero que abrazamos con una alegre y liviana estupidez.