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¿A toda necesidad le cabe un derecho?
Es una pregunta que obliga a pensar en varias dimensiones y direcciones y no voy a poder cubrirlas a todas. Como mínimo, es necesario diferenciar una necesidad de un deseo; un derecho de un privilegio; y dejar de usar estas palabras como si fueran sinónimos. No lo son.
Por cuestiones de espacio tampoco podré hacer definiciones exhaustivas ni rigurosas. Solo espero alcanzar una precisión y claridad tal que nos permita argir por un carril constructivo y lo más desideologizado que se pueda.
Aún cuando la pregunta es por la relación entre necesidad y derecho, es necesario hablar también de la noción de "bien común" (que no es sinónimo de "interés común"), así como de otra noción imprescindible: la libertad. Pero vayamos por partes.
Necesidad, deseo y recursos
Para la doctrina liberal una necesidad es un deseo por el cual no se está dispuesto a pagar. No suscribo a esta mirada. Entiendo que hay "deseos" -alimentación, salud, educación y trabajo-, a los que algunas personas no pueden acceder. No importan las razones; importa la situación.
Estos "deseos" son, en verdad, necesidades que no pueden quedar insatisfechas ni siquiera de manera transitoria. Mucho menos de manera permanente o dejando que se conviertan en un problema estructural. Cuando se llega a ese punto hay que hacer algo sin necesidad de invocar un derecho. Tenemos una obligación moral de buscar corregir la situación. No comer provoca la muerte. No tener acceso a servicios de salud puede ocasionar enfermedades que podrían llevar a la muerte a comunidades enteras. No educar elimina todo posible futuro. No trabajar también.
Ahora bien, yo puedo desear irme de vacaciones, pero, no hacerlo, no me provoca un daño irreversible ni irreparable. Si bien puedo, incluso, necesitar irme de vacaciones, el Estado tiene otras necesidades como, por ejemplo, asegurar que todos los chicos estén bien alimentados para que puedan aprovechar la edad escolar. Así que, aunque yo pueda necesitar mis vacaciones, no puedo esperar que el Estado me pague el pasaje aéreo, o la nafta para el viaje; ni la estadía. El Estado tiene recursos finitos para atender carencias colectivas más apremiantes que la mía; por muy válida y genuina que pueda ser mi necesidad individual.
La economía es, por definición, la administración eficiente de bienes escasos.
Como no hay manera de satisfacer necesidades ilimitadas es necesario establecer prioridades; decidir cuál es más "fundamental" que cuál. Para hacerlo más difícil, estas necesidades son dinámicas y cambian su criticidad e importancia relativa con el tiempo según muchas variables. El mundo cambia; la tecnología cambia; las sociedades cambian; ¿por qué no habrían de cambiar las necesidades?
El "bien común"
Si los recursos fueran infinitos todas estas disquisiciones serían innecesarias. No habría otra discusión más que cómo satisfacer deseos y cómo distribuir riqueza. Pero no es el caso. No estamos siquiera cerca de tener discusiones de ese estilo.
Así, no toda necesidad podrá ser traducida en un derecho. Sencillamente es imposible. E insostenible en el tiempo. A mayor cantidad de recursos, quizás la sociedad decida otorgar más derechos. A menor cantidad de recursos, los derechos deben ser restringidos solo a los más apremiantes.
En 1968, Garrett Hardin publicó en la revista "Science", "La tragedia de los comunes"; un ensayo que se convirtió en uno de los más citados de la historia. Si bien hay -como mínimo- tres revisiones críticas posteriores igual de importantes, el concepto se mantiene: "La ruina es el destino hacia el cual corren todos los hombres, cada uno buscando su mejor provecho en un mundo que cree en la libertad de los recursos comunes. La libertad de los recursos comunes resulta la ruina de todos". Aplicado a nuestra pregunta inicial, bien podría ser parafraseado así: otorgar derechos de manera ilimitada lleva a la paradoja de terminar bastardeando los derechos de todos. Una hiperinflación de derechos que termina despojándolos de valor a todos ellos.
La necesidad de un Estado
Un "bien común" es aquel que todos pueden disfrutar libremente de él y no se le puede impedir a nadie ese disfrute. El aire es un bien común. El planeta Tierra también. Una plaza de barrio es un bien común. Una playa también. Una política pública que administra una vacuna que erradica una enfermedad -polio, COVID-, es un bien común cuando protege a todos y no solo a aquellos que puedan pagar por la vacuna.
John Stuart Mill, uno de los máximos referentes de una sociedad contractual, escribió en "Sobre la libertad": "El único propósito por el cual el poder puede ejercerse legítimamente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es para prevenir un daño a los demás". La visión de Mill apela a muchos liberales y libertarios. Una sociedad como la descrita por Mill sería, en su mejor expresión, un lugar pacífico y abierto donde los individuos respetarían los derechos de los demás y ayudarían, de manera altruista, a los necesitados; o buscarían cambiar las leyes en pos del ansiado bien común.
Pero la sociedad utópica de Mill nunca ocurre. No está en la naturaleza del hombre ser una utopía. Por eso se necesita un Estado que sea capaz de ejercer esa violencia legítima; que priorice las necesidades; y que forje y proteja los bienes comunes; entre muchas otras cosas. Y para ello el Estado impone tributos.
Según la teoría escolástica de la “causa impositionis” que Santo Tomás de Aquino tomó de Alberto Magno, el tributo debe cumplir con cuatro características: material (prestación material), eficiente (una autoridad que lo imponga), formal (proporcionado a los recursos de quien lo paga) y final (dirigido al bien general). Otra vez, la idea del bien común. Y también la idea de una sociedad contractual. Organizada no liberalmente. Pero el concepto aparece igual.
Los ingresos recaudados no son un bien común porque no cumplen con el principio de no rivalidad, esto es, debemos administrarlos en beneficio de unos y en detrimento de otros. Sin embargo, hacen al “interés común” y nos pertenecen a todos. No a un partido político ni a los funcionarios de turno. Los ingresos del Estado pertenecen a la sociedad.
Para asegurar la satisfacción de las necesidades básicas de la comunidad más carenciada hay que restringir el acceso a los ingresos del Estado a otra parte de la sociedad. Cada nueva restricción en el uso de los recursos comunes implica restringir la libertad de algún individuo o de un grupo. Hegel dijo: “La libertad es el reconocimiento de la necesidad”. Un ejercicio de la libertad como imperativo moral kantiano que busca cubrir una necesidad fundamental insatisfecha antes que la satisfacción de una necesidad menos fundamental. O de un deseo.
¿Y los privilegios?
Los hijos de los empleados fallecidos del BCRA tienen el privilegio de poder ser contratados sin tener en cuenta ni sus méritos ni su idoneidad. Eso, de acuerdo con el Artículo 16º de la Constitución es incorrecto: “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en empleos sin otra condición que la idoneidad”.
Los privilegios no son derechos; son eso, privilegios. Algo incorrecto e injusto. Un privilegio no da lugar a un derecho. Tampoco a un derecho adquirido; otro concepto erróneo. El derecho debería caducar cuando caduca la necesidad que le dio origen. ¿Por qué lo que era un derecho en la década del 40 tiene que seguir siéndolo hoy? ¿Por qué, en momentos de escasez no se pueden abolir todos los privilegios y estos derechos envejecidos?
Así como una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil; una sociedad es tan desarrollada como su grupo social menos afortunado. Cuanto menos equidad haya y más grande, amplia y cruenta sea la brecha entre este grupo menos afortunado y el resto de la sociedad; menos desarrollada será toda esa sociedad en su conjunto. No valen las leyes de la media, de la mediana ni del promedio. Eso son camuflajes estadísticos de realidades crueles e inhumanas. Los privilegios y derechos perimidos solo aumentan la brecha.
Coda
No puedo suscribir a la idea de que toda necesidad genere un derecho per se.
¿Todos tienen derecho a cobrar una jubilación, aunque nunca hayan hecho aportes al sistema previsional y condicionemos así el futuro de todo el sistema? ¿Todos tienen derecho a cobrar un salario aun cuando no trabajen, no busquen trabajo ni deseen hacerlo? ¿Todos tienen derecho a pasar de grado o de año sin estudiar, sabiendo que eso condicionará sus posibilidades futuras, por carecer de los conocimientos y las habilidades que les serán requeridas? ¿Todos tienen derecho a tomar terrenos invocando carencias, o autopercepciones étnicas, religiosas o culturales; erosionando el bien común que es el territorio soberano argentino? Y la lista de preguntas podría seguir por largo rato.
Y, aun cuando contestáramos que sí a todas estas preguntas, la pregunta que seguiría en pie es: ¿cómo lo financiamos? Solo podemos hacerlo con ahorros -que no tenemos-; con reservas o fondos contra-cíclicos -que tampoco tenemos-; o recurriendo a una mayor emisión y contrayendo más deuda. Lo que hacemos hoy, comprometiendo el futuro.
Pero el futuro sí es un bien común. ¿Tenemos derecho a perjudicar a las generaciones venideras por no ser capaces de administrar la escasez hoy? ¿Tenemos derecho a dinamitar el futuro de todo un país por no ser capaces de autolimitarnos hoy?
Volviendo a la idea hegeliana de la libertad, esta no es hacer lo que nos plazca ni aquello que nos reditúe la mayor gratificación individual instantánea. La mayor libertad es la de construir una sociedad más justa y mejor. Tanto hoy como mañana; las generaciones venideras tienen un derecho inalienable que no les queremos reconocer.
Los estamos dejando a ellos de rehenes y a nosotros de esclavos de nuestra forma, cada vez más torpe, de ejercer nuestra libertad.