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¿Y si Atenas fuera, otra vez,el modelo a seguir?

Domingo, 10 de julio de 2022 02:19
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"Probablemente a aquellas personas que han vivido y prosperado en un sistema social dado les es imposible imaginar el punto de vista de quienes, al no haber esperado nunca nada de ese sistema contemplen su destrucción sin especial temor".

Michel Houellebecq, en "Sumisión".

La caída del Muro de Berlín es un momento icónico del siglo XX.

El Muro pautó nuestro pensamiento político moderno: primero con su existencia; luego con su desaparición. Su colapso dio inicio a una suerte de "Era de la Ingenuidad"; un sueño breve y utópico del cual nos vamos despertando. A todo movimiento centrípeto le suele seguir una reacción centrífuga.

Esta "Era de la Ingenuidad" inauguró una explosiva proliferación de democracias liberales y de procesos democráticos en lugares impensados décadas atrás como el Oriente Medio y África, y que parecieron destinados a confirmar la idea de Francis Fukuyama acerca del derrumbe del socialismo, el fin de la Guerra Fría y el triunfo de la "idea occidental" como un sistema de valores culturales, económicos y de aspiraciones sociales que prevalecerían y que no encontrarían obstáculos para expandirse y florecer.

Al mismo tiempo, el mundo sufrió una serie de eventos que van en contra de esta utopía.

La Guerra del Golfo en 1990; la guerra de los Balcanes en 1993; el ataque al World Trade Center el 11 de septiembre de 2001; la segunda guerra de Irak en 2003; la brutal crisis financiera de 2008; la anexión de Rusia de varias porciones de territorios vecinos, como Georgia en 2008 y Crimea en 2014; la pesadilla humanitaria en Siria; la crisis migratoria de 2015 en Europa; la elección de Donald Trump; el Brexit; la pandemia de COVID-19; la parálisis de la OTAN ante la disputa de dos de sus miembros -Francia y Turquía- en 2020, y la invasión rusa a Ucrania; son apenas algunos de los hitos que marcan este arco descendente hacia una anomia y hacia una anarquía global. El descenso hacia un mundo signado por el desorden, la prepotencia y una incertidumbre y volatilidad global, antes que por sistema de orden neoliberal universal como se imaginó a priori. Un largo periplo con consecuencias que solo ahora comenzamos a vislumbrar.

La democracia es un sistema de organización política y social. Pero una democracia sana solo prospera en sociedades sanas. Y cada vez quedan menos de estas.

En sistemas sociales no sanos cualquier sistema de organización económica -liberal o no-, terminará asfixiando e imponiéndose por sobre de cualquier sistema de organización política y social existente; corrompiéndola, cooptándola y usándola para sus fines. Es la sociedad quien debe decidir si lo económico prima sobre lo social o no; no la economía ni sus intereses. Tampoco la política.

Demandas insatisfechas

Es verdad que existe una gran cantidad de demandas insatisfechas en el seno de las distintas sociedades occidentales del mundo, que se traducen en profundos planteos hacia sus instituciones.

Es difícil entender fenómenos como los que encarnan Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro o Lula en Brasil, Marine Le Pen en Francia, el auge del partido político alemán neonazi AfD, o el Brexit en Gran Bretaña; sin entender dinámicas particulares -entre otros factores por supuesto- donde, por primera vez desde la posguerra, amplios segmentos de la población comienzan a perder poder adquisitivo año tras año y saben que no podrán alcanzar un nivel de vida superior al de sus padres. Asimismo, los niveles de inflación que están experimentando estas sociedades elevan la incertidumbre y la percepción de desprotección y de precariedad de sus niveles de vida actuales y futuros.

Nos encontramos frente a un occidente debilitado, con desafíos colosales, entre ellos un notable "envejecimiento poblacional global"; un traslado de la población mundial de oeste a este; una crisis energética en ciernes; tasas de inflación inauditas para países occidentales -EEUU entre ellos-; potenciales crisis de deudas soberanas; procesos migratorios masivos crecientes por distintas razones; problemas debidos al calentamiento global o el aumento de la automatización y robotización de la mano de nuevas tecnologías, muchas de ellas en extremo disruptivas.

Todo esto puede corroer todavía más la confianza en el capitalismo liberal democrático; más todavía cuando la presión por mantener poblaciones añosas con desempleo e inflación al alza y salarios a la baja aumente la competencia por recursos y mercados. Con el aumento de la desigualdad, los ciudadanos se van a mostrar más reacios a creer que su gobierno es "en verdad" democrático, lo cual le va a seguir restando legitimidad a todo el sistema.

A la crítica de lo viejo se suma la incertidumbre sobre el futuro y la cada vez más profunda insatisfacción respecto al presente. Este miedo al presente condiciona la posibilidad de imaginar y moldear un futuro válido y prevalece entonces el interés individual por sobre el colectivo.

Hoy, en pleno siglo XXI, la estabilidad que el mundo se atrevió a anunciar hace treinta años cruje y se resquebraja por todos lados. 
Y, como siempre, toda guerra en el centro se desarrolla en la periferia.

  Política deslegitimada 

El fenómeno es global y entenderlo requiere de una perspectiva acorde. Para peor, hay una percepción creciente de que las elecciones no van a cambiar en nada el estado de las cosas. Es que el mundo de las ideas políticas se ha vaciado tanto de ideas como de ideologías. La política se ha convertido en un medio para acumular poder y no es más una herramienta para construir una sociedad mejor. Hace décadas que dejamos atrás la pantomima de buscar construir una sociedad mejor. Ante esto, las sociedades se sienten tentadas a buscar líderes fuertes, a privilegiar atajos y a exhibir una tendencia al imperio de la ley de la selva.
Así, la distancia entre los políticos y la necesidad real de la gente se hace abismal. La política pierde legitimidad y representatividad, además de contenido y propósito. Y estas pérdidas llevan a una desvalorización del sistema democrático como sistema de organización social y a la de la democracia como idea aspiracional. La deslegitimación de los políticos ayuda a deslegitimar a las democracias y a los sistemas políticos en general.
Pero la política es una parte del sistema político. La otra parte es el Estado, el cual le da vida, forma y basamento filosófico y estructural a la política.
¿Qué pasará si llegamos a un punto donde la gente no se sienta representada, contenida, o defendida por el Estado? Después de todo, toda sociedad contractual es solo eso; un grupo de personas que deciden organizarse bajo la forma de un contrato social explícito o implícito. En nuestro caso, por ejemplo, es explícito; se trata de la Constitución de la Nación Argentina. La ciudadanía nos da un sentido de pertenencia a través de un conjunto de símbolos afines a nuestra cultura y a nuestra idiosincrasia que nos identifican y aglutinan. Sobre eso, un conjunto de leyes asegura el cumplimiento de determinadas obligaciones y garantizan los derechos. Toda una construcción social frágil y que requiere un mantenimiento constante.
¿Qué pasa cuando ese contrato social se rompe, pero aún queda la idea de bien común, de idiosincrasia compartida y de soberanía como destino común? Probablemente surjan estallidos sociales que busquen restaurar el status quo anterior. Pero ¿si además se rompiera la idea de símbolos comunes, de bien común, de pertenencia a algo más grande, de identidad con ese prójimo no cercano que hace a la definición de comunidad compartida que nos da la nacionalidad?
Siempre hubo movimientos separatistas; hace años que Cataluña busca separarse del estado español o Escocia de la corona británica. 
Pero ¿alguna vez vimos algo así dentro de los Estados Unidos? ¿Qué podría pasar en Estados Unidos luego de la reversión del fallo Wade versus Roe; con los niveles de polarización existentes y la falta de calma social? 
¿Qué podría pasar si hubiera fallos contra, por ejemplo, el matrimonio igualitario u otros derechos que varias minorías fueron ganando en las últimas décadas?
 Hace poco Texas pronunció su amenaza de abandonar la Unión. 
¿Qué pasa si pasamos a sentir que el estado, que un país, ya no nos representa, no nos aglutina, ni comparte nuestros valores? Que no nos organiza socialmente ni nos representa. Ya hay sociedades occidentales -Francia, Reino Unido-, en las que ya existe una ruptura cultural voluntaria de sus ciudadanos más jóvenes, quienes no solo no se sienten representados por ese Estado, sino que, además, se perciben excluidos por esa sociedad.
En el extremo podría sobrevenir una revolución. Algo que arrase con el sistema anterior y que busque instaurar algo nuevo, algo distinto. La Revolución Francesa; la Revolución Americana; la Revolución Bolchevique. Cambios cruentos, peligrosos; con un inicio y con una idea de destino, pero sin una certeza de alcanzar ese destino ni un final previsible. Muchas veces con resultados impredecibles. La Revolución Francesa sucumbió, más tarde, ante la monarquía reinstaurada por Napoleón Bonaparte. La Revolución Rusa terminó siendo cooptada y luego aplastada por una crueldad mucho mayor que el zarismo que buscó eliminar.
¿Y si el problema fuera más profundo y ya no solo la política -vaciada de partidos políticos-, sino que la noción de Estado soberano estuviera en crisis? ¿Y si estuviéramos en los momentos iniciales de un proceso de implosión de la idea de estado como organización social válida? ¿Y si estuviéramos ante una reversión del modelo westfaliano avanzando hacia una nueva atomización, ante un retorno al concepto de la ciudad Estado; hoy devenidas en megalópolis?
Quizás nunca logramos superar lo logrado por Atenas, Esparta, Florencia, Milán o Venecia; a pesar de toda nuestra pretendida superioridad y modernidad.
 

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