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A seis semanas de las elecciones presidenciales, el clima político y el humor social conspiran contra la serenidad y la actitud reflexiva que requiere el acto mismo de votar.
La elección que hace cada ciudadano es su derecho y su responsabilidad. Las críticas al voto de "los otros" es muy frecuente en nuestro país, porque la tolerancia y la pluralidad no se han hecho carne en nuestra cultura. Prevalece, en general, el espíritu maniqueo, es decir, la idea de un pensamiento único y una verdad absoluta, que divide a la sociedad entre "los buenos y los malos".
El fruto de esas visiones antagónicas es destructivo y así se explica la "grieta", esa división que se extiende entre los argentinos desde las guerras civiles que siguieron a la Independencia.
Y esa grieta, en los últimos cien años, solo ha producido la lenta demolición de un país promisorio y pujante hasta llegar al escepticismo que reina entre nosotros. El deterioro institucional, la caída económica y la pobreza lo dicen todo.
Los agravios, las provocaciones, las promesas mesiánicas, el ocultamiento de la realidad o la mirada apocalíptica sobre el futuro inmediato cansan y alteran más aún a una sociedad agotada, hastiada y sin confianza en la política ni en el Estado.
No es exagerado en absoluto afirmar que estas elecciones pueden ser fundacionales, establecer un nuevo ciclo de nuestra historia, como lo fue la organización nacional después de la batalla de Caseros, la primera elección con el voto universal, obligatorio y secreto, en 1916, o los comicios de 1983, que pusieron fin a 53 años de "democracia vigilada" por las Fuerzas Armadas.
No es exagerado porque el país se encuentra al borde de la anarquía. El clima económico y social evoca los días de la hiperinflación, en 1989, cuando Raúl Alfonsín debió adelantar la entrega de la presidencia a Carlos Menem. Dos presidentes que se caracterizaron por asumir el costo de decisiones importantes y construyeron, cada uno, lo que parecían utopías: la primera experiencia democrática estable en medio siglo y doce años de estabilidad monetaria y modernización económica. Ambos se caracterizaron, además, por manejar las diferencias sin sembrar odio, más allá de que, a pesar de todo, la grieta estuvo ya presente. Es tarea de estadistas superar esa fractura que nos obnubila y nos destruye como sociedad.
Cualquiera sea nuestro próximo presidente estará obligado a construir el consenso. La inflación es el síntoma de la crisis macroeconómica y la fractura social. El país no da más y no se arreglará con peleas sino con acuerdos.
Una dirigencia enfrascada en las secuelas de la violencia de cinco décadas atrás, va a ser incapaz en afrontar las violencias actuales, en primer lugar, el afianzamiento del crimen organizado y la impunidad con que actúan los delincuentes en cualquier barrio del país.
La grieta, fogoneada por intereses mezquinos que sobreviven y lucran con el caos, hace imposible pensar en una recuperación del sistema productivo, en la generación de empleo y en la innovación tecnológica.
El país necesita construir un clima de paz y de respeto para volver a contar con una educación adecuada a los tiempos, que sea accesible a todos los argentinos, que garantice los mismos saberes a todos los sectores sociales, -tal como lo hicieron, progresivamente, muchos gobiernos a partir de Sarmiento- y que prepare a los jóvenes para el trabajo, pero también para la convivencia y para vivir en el mundo actual, que cambia a un ritmo exponencial.
En medio de la tormenta, un barco requiere la templanza de un piloto.
En la tormenta que atraviesa el país, hacen falta como nunca un presidente sereno y lúcido, una dirigencia proactiva y una sociedad tolerante.