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6 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
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El poder y los límites de la Ley

Sabado, 30 de septiembre de 2023 00:00
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¿Qué impulsa a un dirigente a transformarse en candidato?

¿Qué hay en la cabeza de un político el día que decide postularse a presidente?

Todos tienen motivaciones conscientes, muchas de las cuales pueden hacerse públicas porque poseen un contenido altruista y proponen acciones para mejorar la realidad en beneficio de todos.

Sin embargo, aún los más honestos, también persiguen objetivos inconscientes que ellos mismos desconocen, zonas oscuras del comportamiento humano originadas en el espíritu primitivo de la manada que demanda un líder conductor.

El poder nos transforma. Las investigaciones han demostrado que quienes lo ejercen pierden paulatinamente su capacidad de ponerse en el lugar de los otros, van aumentando la confianza en sí mismos, tienden a rodearse de aduladores y se vuelven desafiantes y autoritarios.

Tras un comienzo de dudas y perplejidades, progresivamente y con los primeros logros empiezan a saborear el placer de ocupar esa cúspide desde la cual se podrá "defender el territorio".

Esa exagerada confianza en sí mismos los distanciará de la realidad y de los buenos consejeros, que irán siendo reemplazados por los más aduladores. Los demás quedarán reducidos solo a dos grupos, los sumisos y los enemigos. El juicio de valor de los súbditos no merece atención porque el líder rinde cuentas ante Dios y la historia.

Los griegos conocían este desorden narcisista originado en el poder y potenciado por el éxito y la historia está plagada de lamentables ejemplos. No es una enfermedad exclusiva de los políticos, es una enfermedad del poder que transforma la confianza y la seguridad en sí mismo en arrogancia y mesianismo.

Si bien muchos buenos líderes han podido controlar el impulso primitivo y evitar el zarpazo del león interior, el mejor remedio contra estas calamidades son las instituciones.

Las revoluciones liberales que pusieron fin al absolutismo monárquico derivaron en la consagración del principio de división de poderes esbozado por John Locke y desarrollado por Montesquieu. Las constituciones modernas han incorporado este principio en su parte orgánica, diferenciando las competencias de los órganos ejecutivo, legislativo y judicial y estableciendo un sistema de complementación y de control articulado a través de equilibrios y contrapesos.

Con el correr de los años este criterio organizativo ha ido complementándose con otras instancias de control y garantía a través de órganos autónomos e independientes.

Nuestra Constitución Nacional es el marco jurídico en el cual deben encuadrarse todas las políticas públicas que hoy se formulan como propuestas de los distintos candidatos, motivo por el cual no sería prudente que un candidato a presidente prometa cambiar una ley o destituir a un juez, sencillamente porque está fuera de su competencia y no sería honesto con sus votantes.

Es necesario admitir que echando mano de diferentes excusas, como emergencias de distinta naturaleza o situaciones de urgencia, el Poder Legislativo, por acción u omisión, ha permitido que el Ejecutivo se arrogue competencias ajenas, empujado en buena medida por su propia debilidad y por la tendencia natural del presidente a acumular poder y autonomía.

La separación de facultades garantiza el debate y pone freno al impulso autoritario de quien ha ganado una elección. El voto popular lo ha consagrado para ocupar un lugar de conducción y responsabilidad, pero su tarea tiene un marco institucional ineludible.

Las consultas populares, por caso, son mecanismos de participación que intentan indagar acerca de la opinión ciudadana, pero no son vinculantes.

No han sido diseñadas ni para sustituir ni para extorsionar al legislador. Sería prudente dudar de una épica de la libertad declamada, a los gritos, desde el sitial de los iluminados.

El mejor antídoto contra la prepotencia, la arrogancia y la casta es la Constitución Nacional.

 

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