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"Todos los mayores han sido primero niños.
(Pero pocos lo recuerdan)"
Antoine de Saint Exupéry, El Principito
En el mes de las infancias retomamos con nuestro título -extraído de la canción emblemática de la banda Pink Floyd, "Another Brick in the Wall" (1979)- una cuestión fundamental que se puede captar en una palabra: "need", necesidad. ¿Qué es lo que ellos necesitan? No es una pregunta que nos hagamos a menudo, quizás porque presuponemos saber. A lo sumo para el Día de las Infancias nos preguntamos qué quieren, que no es lo mismo.
Podríamos atrevernos a pensar que ese verso -de 1979- tiene aún toda su vigencia a la luz del contexto actual: "¡No necesitamos más educación!", podrían gritarnos. No se trata de que haya que cerrar escuelas o retraer su acción, sino de preguntarnos qué tipo de educación es la que nuestros niños necesitan y cuál, definitivamente, no.
El avance indiscriminado de la técnica nos propone desde hace tiempo un niño cuantificado, calculado, que se diluye en estadísticas y diagnósticos: TEA, TGD, TDHA, con trastornos de aprendizajes, dislálicos, disléxicos- léase que en estos nombres se presenta la constante "T" de "Trastorno", es decir, lo que está trastocado, en falla, respecto de la media. Han surgido formas de terapéuticas aliadas a la idea de norma con su correlato de ortopedia conductual y medicalización de la infancia. Entonces, la época parece responder ante el ideal del niño productivo con la fuerza de lo "todo educable", "todo normalizable". Freud había notado hace muchos años, a principios del siglo XX (**), que hay imposibles. Uno de ellos es educar, dado que siempre existe un salto entre lo que se intenta enseñar y entre lo que se aprende, ahí está la naturaleza rebelde del viviente con su pequeña diferencia, con el signo de sus elecciones.
Si se pone tanto énfasis en que el niño se adapte es porque se torna algo perturbador. Rompe con los órdenes establecidos y muestra con su falla conductual que resulta inatrapable para la familia, para la escuela y pone a girar en falso a todo el mundo, angustia. Entonces cuando no se sabe muy bien qué hacer, a veces se le da una pantalla, pequeño gran mundo virtual que capta el cuerpo sintomático. Es una de las ofertas más atractivas del menú que ofrece nuestra época para paliar el malestar, aunque no la única. La contrapartida de ello puede ser una profunda exclusión.
Es cierto que a veces un diagnóstico produce calma, alivio. Para los padres poder nombrar lo que tiene su hijo, entender que no es el único, puede ser alentador. Sin embargo, el diagnóstico, cuando responde a la celeridad de un sistema que rápidamente incapacita y enseña que el único camino posible es tramitar velozmente un CUD (Certificado Único de Discapacidad), puede resultar también una trampa, un arma de doble filo, tanto por la pérdida de la calidad del proceso diagnóstico -que queda degradado a la aplicación de un test basado en baremos estadísticos- como por el efecto no calculado de una nominación, un nombre que acompaña toda una vida.
Para el psicoanálisis se trata entonces de otra apuesta: alojar lo perturbador. Aquella imagen burlona del analista lejano, detrás de un diván, que ha caricaturizado la época, dista enormemente de lo que ocurre en la praxis con estos pequeños que revolucionan el espacio y toda dimensión de lo calculable. Los objetos que recortan del espacio a razón de una elección personal y acarrean entre sus casas y el consultorio, las pequeñas o grandes crisis, las palabras que pueblan la consulta- a veces en absoluto silencio- con el relato que supone la trama del juego, las escenas que exceden el espacio físico del consultorio para continuar en los pasillos o jardines, hacen de un análisis de un niño una aventura exclusiva y única, donde cada quien encontrará su propio modo de nombrarse. Alentamos entonces a las soluciones más variadas a la altura de cada cual, sin pretender que esa solución sirva a un universal de niños. Esto, desde ya, no implica que no exista un universal de la clínica, donde resulta sumamente necesario obtener una cifra de funcionamiento en una rigurosa lectura de caso con otros, la comunidad analítica. Sin embargo, allí radica lo original de nuestra práctica, en la tensión entre lo universal de la clínica y lo singular de cada cual.
Pero, si no necesitan esa educación, ¿entonces qué?
Quizás para enseñar, sea necesario soportar lo perturbador que representan, escuchar lo que tienen para decir acerca de sus propias marcas, sus formas excepcionales de estar en el mundo, su sufrimiento, incluso cuando no articulen una sola palabra. El psicoanálisis descubrió una modalidad del lazo con otros absolutamente distintiva que, si se sabe aprovechar, entrega sus dones a quien sepa hacer un cálculo al respecto. "La transferencia", nombrada así por Freud, le da el lugar al analista de ser "causa". Causar a cada cual en su deseo singular y no obturar esa falta con los objetos que propone nuestro mundo -objetos de todo tipo, solidarios de un silencio profundo- nos puede brindar una brújula en nuestra manera de soportar la infancia, en el buen sentido de la palabra, ser soporte de ellos, nuestros niños y lo que tienen para contar, para enseñarnos.