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Llegar a cierta edad otorga algunas ventajas. Por supuesto, la experiencia de vida, algo que sólo la edad entrega. Algo más de conocimiento, para aquellos que lo buscamos de manera activa. Y con ambos, la posibilidad de reconocer patrones antiguos en hechos que se suponen novedosos. Quizás a cierta edad, la sensación de «dejá-vú" sea algo más presente y la vida se comience a percibir como una repetición de cosas que han sucedido antes.
No digo que la historia se repita, ni que vivamos condenados a revivir el pasado como en tantas obras de cine o de literatura famosas. Si, que es posible caer en la repetición de ciertos patrones; por ejemplo, el de los encandilamientos mutuos.
La sociedad argentina está entusiasmada con el éxito económico del gobierno; el que ha bajado la inflación; sería necio negarlo. Y lo ha hecho de una manera contundente e impresionante. Sólo que, me parece, no se repara en los costos de la hazaña. Me pregunto si nos interesa saberlo, medirlo, conocerlo; si no dejamos de lado todo aquello que no refuerce nuestro sistema de encandilamiento; aún bajo riesgo de convertir a estos costos en estructurales.
El gobierno -y sus asociados- también están encandilados con su éxito. Tanto es así que se reparten entre ellos premios inverosímiles. Todos los días aparece algún premio más fantasioso que el anterior entregado por alguna entidad fabricada de un día para el otro que parece haber surgido de la nada sólo a efectos de entregar la distinción. El premio "Titán de la reforma económica" -a sólo un año de haber asumido- es una buena prueba de un "gran desacierto" a pesar de las palabras del presidente de la Nación al recibirlo.
Mientras tanto, el «dejá-vú" ataca. En la década del '90 pasaban cosas parecidas. Reinaban las relaciones carnales con Estados Unidos y nuestro peso era fuertemente apreciado - un eufemismo para evitar decir que el dólar estaba atrasado.
En aquella época, otro partido político -la UCD- era cooptado por el menemismo y figuras icónicas como María Julia Alsogaray terminaban enredadas entre pieles y escándalos. Hoy el PRO parece sufrir esa misma suerte. El gobierno -en su voracidad por comprar voluntades políticas- ha cooptado desde el funesto Daniel Scioli; al otrora macrista a ultranza Diego Valenzuela -al cual seguirán de seguro varios otros barones del conurbano-; y al indescriptible Luis Juez. Parece que, por "el carguito" muchos son capaces de dejar las creencias de lado y otros -antes autoproclamados "Titanes de la institucionalidad", por "el carguito", parecen dispuestos a abrazar un partido de marcada anti - institucionalidad y sesgo autoritario. Por supuesto, todo en nombre de la institucionalidad, la libertad y la democracia.
En los '90, el éjido productivo de la pequeña y mediana empresa colapsó ante la avalancha de importaciones y, hacia el final del proceso, la balanza comercial sufrió desajustes irreparables. Las privatizaciones y los despidos masivos -sin sistemas de reconversión laboral ni red de seguridad social alguna-, originaron las primeras camadas de excluidos a gran escala del sistema laboral. Cuando se estudia la geología del desempleo, es fácil ver cómo en esa época se originan las primeras generaciones de personas que -en su gran mayoría- ya no volverían a incorporarse al sistema laboral. Mientras, las indemnizaciones se esfumaron en canchas de pádel; lavaderos automáticos de ropa; remises y parri-pollos. El desempleo subió a un guarismo cercano al 45%; uno de cada dos argentinos no tenía empleo. Pero decidimos mirar a otro lado; la realidad no siempre se presenta bonita.
Hoy, no quedan joyas de la abuela; todo es marginal en esta Argentina arrasada tras dieciséis años de kirchnerismo. Así, no todo es igual; tampoco este rumbo es inexorable; se podrían hacer correcciones, pero temo que los encandilamientos mutuos no nos lo permitan.
Mi hija -enojada- me pregunta: ¿Por qué nunca das lugar a la esperanza? En la mitología griega Sísifo sufría la condena de revivir sus actos una y otra vez; las Danaides llenaban de agua un tonel sin fondo. Casandra, continuaba diciendo a sus congéneres lo que sucedería sabiendo que no sería escuchada. La repetición diluye el tormento; lo normaliza. Si pensáramos cada acto bajo la perspectiva de una repetición impiadosa e inacabable; ¿actuaríamos igual? ¿Aprenderíamos de los errores? Ese es el corazón de la esperanza.
Por eso estos castigos son dobles. Serian banales si se limitaran a la implacable reiteración de una misma acción. El primer castigo es permitir a cada uno de estos "héroes", la esperanza de pensar que "esta vez", la piedra se quedará en la cima, el tonel se llenará y que la verdad será escuchada; que el castigo terminará. La esperanza de que las cosas -esta vez- saldrán bien. Ese es uno de los momentos del castigo; el otro es el descorrimiento del velo, el instante en el que descubrimos que las cosas, al final, acaban como suelen acabar.
Ojalá que tantos premios inventados y los mutuos encandilamientos no nos hagan revivir colapsos ya vividos. Ojalá.