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Uno de los libros a los que mayor atención debería prestarse para entender el presente y la historia de los últimos veinte años es "Stato di eccezione" de Giorgio Agamben. Discípulo de Heidegger, condensa ideas de Carl Schmitt y Walter Benjamín en un concepto clave: el estado de excepción permanente.
La esencia es simple: sostiene que la excepción ha devenido la regla, en la técnica normal de gobierno, una forma permanente de administrar la vida política y jurídica. Es una zona de indiferencia donde la decisión precede al derecho, y es el soberano sin contrapesos institucionales el que determina sus límites.
Se venía expresando de manera cada vez menos tímida en la vida política internacional, pero tomó su forma más explícita en las cuarentenas dispuestas por el COVID. Desde esa situación extraordinaria, este último año terminó de consolidarse como una manera estándar de gobernar en países en los que hasta hace nada parecía imposible.
No pretende ser esto una disquisición filosófica o histórica. Es tan actual, que está impactando con fuerza desde el exterior en nuestro país. La referencia es el encuentro de principios de esta semana en la Casa Blanca. Dejemos de lado discusiones sobre soberanía y alineamiento geopolítico, para centrarnos en el propósito de la reunión, su desarrollo, final y consecuencias.
Para sortear una crisis eminentemente política descerrajada por una elección local en una provincia, el gobierno argentino requirió asistencia financiera para preservar su plan económico. No se recurrió esta vez a la vía institucional ortodoxa (organismos multilaterales) sino a la ayuda directa de un país, que se expresó en un mensaje de la red X, y debía luego perfeccionarse en una reunión bilateral al máximo nivel.
Diplomacia
Con un estilo de diplomacia directa y a la vista de todos, con rasgos de talk show, la reunión reveló la definición misma del estado de excepción que se vive a nivel mundial: la falta de instituciones. No hubo una conversación reservada entre las principales autoridades de los países, para culminar en la suscripción de un acuerdo formal que regule algo tan inédito como la intervención de un país en el mercado de cambios de otro. Hubo lo que hubo: una anomalía diplomática que se está convirtiendo en regla de funcionamiento del orden internacional, y que en la confusión de palabras expresadas terminó con un sabor agridulce.
Claro, con justa razón se puede afirmar que no corresponde ni un atisbo de crítica a una ayuda de esta índole, en un momento de tanta gravedad para el país. Y uno no puede estar más de acuerdo. El punto es otro: el estado de excepción es por definición la falta de estabilidad. Y la ayuda que se perfecciona en ese marco tiene tantas ventajas como riesgos, porque al no existir los buffers de protección que dan las instituciones, una palabra de más o de menos termina borrando con el codo lo que se quiso escribir con la mano.
Concluyendo, el apoyo de los Estados Unidos al país es un logro político y diplomático de magnitud. Eso no quiere decir que no haya que dejar de prestar atención al funcionamiento novedoso del orden mundial, en el que el dominio de la excepción sobre el marco institucional del derecho público puede terminar dañando tanto como ayudando.