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Hiper-presidencialismo y suspensión de las leyes

Viernes, 14 de noviembre de 2025 01:19
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Si existe un vicio genético en nuestras prácticas antirepublicanas como Nación —que no logró conjurarse con la reforma de la Constitución Nacional de 1994—, ese es, sin lugar a duda, el vicio del hiperpresidencialismo.

Entendemos por hiperpresidencialismo el ejercicio exacerbado de la magistratura ejecutiva, que pretende ocupar toda la escena y la agenda pública, en desmedro de la división de funciones y poderes, y del sistema de frenos y contrapesos idealmente diseñado por los constituyentes norteamericanos para su república constitucional. Sistema que, según la expresión del jurista José Benjamín Gorostiaga, utilizamos como molde para vaciar el contenido de la propia, provocando así un desequilibrio estructural en el ejercicio del poder político democrático.

Pensado originalmente —en el modelo estadounidense— como un mecanismo para poner fin al peso de las "facciones" políticas, el presidencialismo, en nuestra tradición institucional, degeneró en una herramienta central del autoritarismo político. Fue concebido en esa fortaleza - según Juan Bautista Alberdi - como un medio para poner término al azote de la anarquía y el caudillismo.

Sin embargo —a las pruebas me remito—, derivó en una forma más refinada de desorden y caudillismo, concentrando poderes y funciones en la figura del presidente de la Nación, dificultando los consensos y la cooperación política con el resto de los actores. Esto constituye, a nuestro entender, el drama político principal de la Argentina contemporánea.

Fragilidad democrática

Al analizar la historia reciente de nuestro país, particularmente durante el siglo XX, observamos que los golpes de Estado —esto es, la asunción del Poder Ejecutivo por una autoridad de facto— implicaron, de manera general, el cierre del Congreso Nacional, la renuncia forzada de los jueces de la Corte Suprema, la intervención de provincias y universidades, y la sanción, en algunos casos, de un "Estatuto" constitucional o reformas a la Constitución Nacional. Todo ello con el propósito de "normalizar" la vida institucional, invocando casi siempre la retórica de la "liberación nacional" y la vuelta a esas bases y puntos de partida donde el caudillismo y las "facciones" se combatían con autoritarismo político.

Durante el período de recuperación democrática, y pese a las lecciones que debieron haberse aprendido, la institución presidencial continuó ejerciéndose con un indebido ascendiente sobre los restantes poderes del Estado. Ello se manifestó, por ejemplo, en la conducción política de la agenda legislativa ordinaria y extraordinaria de un Congreso con un exiguo período de sesiones, así como en el nombramiento de jueces supremos adictos al poder de turno, conforme al arbitrio presidencial, o, lisa y llanamente, en la concentración de designaciones y definición de políticas en manos de una sola persona, casi sin control (estado de sitio, intervención federal).

Debe reconocerse, entonces, una responsabilidad compartida. El Poder Judicial, por ejemplo, contribuyó a esta expansión de los poderes del Ejecutivo, ya sea mediante la justificación progresiva de la delegación de atribuciones legislativas, ya sea a través de la admisión del dictado de decretos de necesidad y urgencia (DNU) para conjurar las "emergencias" permanentes de la realidad argentina. Resulta paradigmático, en este sentido, recordar el célebre "fallo Peralta", de 1990, que convalidó la confiscación de depósitos bancarios y su sustitución por bonos de la deuda pública (Bonex).

La reforma de 1994

La reforma constitucional de 1994 procuró establecer mecanismos tendientes a morigerar los efectos del presidencialismo, conforme lo recomendaba el Consejo para la Consolidación de la Democracia. Entre ellos, la ampliación del período de sesiones ordinarias del Congreso, la creación del Consejo de la Magistratura como instancia intermedia en la designación de jueces, y la incorporación de instituciones inspiradas en el parlamentarismo europeo, como la figura del jefe de Gabinete de Ministros y la posibilidad de su censura.

Asimismo, se ideó la necesidad de dictar un nuevo régimen de coparticipación federal, con el objetivo de reducir la dependencia económica de las provincias respecto del Tesoro Nacional. Todas estas previsiones apuntaban a amortiguar el impacto político que las crisis recurrentes producían sobre la figura presidencial.

Sin embargo, en apretada síntesis, puede afirmarse que tales reformas resultaron insuficientes. Las demasías y arbitrariedades continuaron manifestándose a lo largo del período democrático posterior. Persistieron los excesos en el dictado de DNU —a pesar de su expresa restricción constitucional—, los nombramientos en comisión de jueces de la Corte Suprema y una sutil, pero efectiva, forma de intervención económica federal, que condiciona a los gobiernos provinciales mediante la dependencia financiera de los recursos nacionales.

El caso de la provincia de Salta en estos días resulta ilustrativo: sus contribuyentes terminan, en no pocos casos, financiando obras nacionales con fondos provinciales, situación que constituye un verdadero "mundo del revés" en el esquema federal.

La novedad

El hiperpresidencialismo contemporáneo encuentra hoy nuevas formas de expresión; entre ellas, el preocupante fenómeno de la suspensión de leyes por parte del Poder Ejecutivo, bajo el pretexto de la falta de indicación de la fuente de financiamiento por parte del Congreso. Todo ello ocurre en el marco de un gobierno que administra recursos sin presupuesto —con los riesgos de arbitrariedad que ello genera—, afectando principalmente derechos económicos, sociales y culturales de la población (educación, discapacidad, salud).

No resulta necesario detenerse en la explicación de que las fuentes y las formas de cumplimiento de la legalidad financiera se hallan ínsitas en el propio mecanismo constitucional del diálogo de poderes (si uno insiste, el otro debe cumplirlo, no buscar subterfugios para nuevo veto), y que bastaría con que quien ejerce la administración general del país —el Jefe de Gabinete— recaude las rentas de la Nación y ejecute las órdenes del Congreso, pues esa es la voluntad general plasmada en la ley.

o que sí merece una reflexión profunda es la existencia de un presidencialismo fuera de control, que avanza sobre todas las esferas institucionales del Estado sin que se vislumbren mecanismos de contención eficaces. El debilitamiento funcional de la Corte Suprema de Justicia y el rol secundario del Congreso de la Nación —que, al parecer, permitirá que el Poder Ejecutivo suspenda la vigencia de leyes incluso luego de la insistencia legislativa tras el veto— son ejemplos alarmantes de esta situación de anormalidad constitucional.

Quien es el "jefe supremo de la Nación, el jefe del Gobierno y responsable político de la administración general del país" —según la Constitución— es, a la vez, en los hechos, el verdugo de la República, ya que no solo gobierna con decretos delegados y de necesidad y urgencia, sino también ahora sin las leyes, que suspende en su vigencia.

Sorteando la ley

El hiperpresidencialismo argentino asume hoy formulaciones renovadas, ya no como consecuencia de la ausencia de límites constitucionales, sino a pesar de ellos. Mientras la autocracia dispone de la Constitución a sus anchas, los gobernadores mendigan fondos para obras públicas nacionales o, en el extremo, asumen la irracionalidad de financiarlas con recursos propios, renunciando así al federalismo de concertación para pasar a uno de subversión, favoreciendo el unitarismo.

Por su parte, el Congreso abdica de su función de control, relegándose a un rol pasivo, mientras que la Corte Suprema, ausente de toda labor de corrección arquitectónica del sistema republicano —por ejemplo, la decisión sobre la constitucionalidad del DNU 70/23 lleva ya un par de años en sus estrados—, muestra un preocupante vaciamiento de sentido institucional y de oportunidad con sus fallos. Es paradigmático que el máximo tribunal dicte, en un solo acuerdo, más de cuatrocientos fallos, de los cuales el 99% carece de fundamentación, amparándose en el artículo 280 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, que le permite rechazar recursos sin expresar motivación alguna. Ninguno en un sentido estructural o corrector -diciendo qué está bien y qué está mal en la República Representativa Federal-; solo política agonal o el juego de la política facciosa.

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