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El federalismo argentino es, desde el nacimiento mismo de nuestra Constitución Nacional, una utopía. Es un riel por el que ha transitado desde siempre una ilusión, una metáfora, un discurso político que jamás llegó a las estaciones del interior del país.
Ha sido desde aquellos tempranos días de la institucionalidad argentina un tren cuya partida desde el andén del Retiro todos han anunciado con discursos vibrantes, pero que misteriosamente jamás llegó a Salta ni a ninguna de las provincias profundas del país. Es una promesa incumplida.
El federalismo es una palabra que ha servido solamente para engalanar discursos presidenciales y para reclamar postergaciones provinciales. Es un tren que siempre ha partido desde el centro del poder, una entelequia que ha formado parte de todos los programas de gobierno, siempre cargado de buenas intenciones, de planes de "equidad territorial", de "integración regional" y de "distribución justa de recursos", pero a mitad de camino siempre se detuvo. Tal vez por falta de combustible político, tal vez porque a nadie en la locomotora le interesa que el tren llegue tan lejos.
La Argentina centralista ha hecho del discurso federal una religión sin templos y una herejía laica, hasta se podría decir en ese tono que es un sacrilegio político. Porque todos lo invocan, pero todos lo traicionan.
Las provincias del Norte -Salta principalmente- siguen esperando el cumplimiento de ese viejo pacto constitucional que prometía igualdad de oportunidades y desarrollo armónico. Lo cierto es que los kilómetros que separan Buenos Aires de Salta no son sólo geográficos: son culturales, económicos y, sobre todo, políticos.
Mientras en la Capital se discuten los grandes temas del país -el valor del dólar, la reforma laboral, los acuerdos con el FMI o los caprichos del poder mediático- el Norte argentino se debate en la falta de infraestructura, en la pobreza estructural, en caminos que aún son de tierra y en escuelas que sobreviven más por vocación que por inversión. La desigualdad no es una consecuencia del destino, sino de una estructura deliberadamente montada para mantener al interior como periferia funcional.
El federalismo auténtico no se declama: se ejerce. Pero ejercerlo significa que las decisiones nacionales deben tener rostro provincial. Significa que termine el peregrinaje de un gobernador por los despachos porteños para conseguir lo que su pueblo necesita y por derecho propio le deben. Federalismo, es una exigencia dialéctica donde la palabra "interior" debe dejar de ser un eufemismo que en los hechos deja al Norte "fuera del mapa del poder".
A doscientos años de la Revolución que derrocó al virrey Cisneros, cuando las corporaciones que formaron a esta Nación diagramaron el país, Salta continúa esperando el reconocimiento que el poder central le debe. Porque sin Salta, hoy no tendríamos República Argentina. Porque este Norte fue el epicentro donde el gauchaje detuvo las aspiraciones hegemónicas de la monarquía española.
Y ya entonces hubo que hacerlo librando una "Guerra de Recursos", donde la imaginación debía sustituir a la logística porque Buenos Aires retaceaba lo que el General Güemes precisaba para contener al enemigo. Hoy, esa coyuntura se mantiene vigente.
Nada seremos desde el interior sin educación. Sin enseñar la historia. La nuestra primera. No sólo tenemos deudas debidas por la Nación. Tenemos una deuda interna pesada que es la ignorancia sobre quiénes somos y qué le dimos al país. Quizás el día en que el tren federal efectivamente llegue a Salta, con sus vagones cargados de justicia, equidad y respeto, podamos decir que la Argentina finalmente se ha reencontrado con su destino.
Hasta entonces, seguiremos viendo pasar, desde el andén del Norte, las luces lejanas de un federalismo que, como tantos otros sueños argentinos, nunca termina de llegar