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Datos e IA crean una universidad abierta

Martes, 30 de diciembre de 2025 01:24
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Hace unas semanas, en un campus universitario bañado por el calor de Asunción, Paraguay, hice una presentación en una sala de reuniones de la Universidad Católica y experimenté un poderoso déjÓ vu.

El escenario era diferente —el acento guaraní matizando el español, el nombre de las calles, la luz peculiar del verano austral— pero las palabras que resonaban en el aire eran un eco exacto de las conversaciones que tengo en los pasillos de nuestras propias universidades. Académicos, decanos y autoridades debatían con urgencia la necesidad de transformar la gestión digital, de estandarizar procesos, de trabajar con datos para tomar decisiones inteligentes, de integrar la inteligencia artificial de forma ética y, sobre todo, de un objetivo que trascendía la tecnología: humanizar la tarea docente para brindar un servicio más cercano y efectivo a los estudiantes.

Los ejemplos concretos cambiaban —la logística de una facultad de Ingeniería, el desafío de una escuela de Derecho—, pero el núcleo del diagnóstico era idéntico. En ese momento, bajo un cielo paraguayo, comprendí con claridad meridiana una verdad que define el balance de la educación universitaria en este fin de año: la universidad ya no es, ni puede ser, una isla. Para ser relevante localmente, debe pensar y actuar como un nodo en una red global de problemas compartidos y soluciones co-creadas. La paradoja es tan hermosa como inevitable: cuanto más arraigada esté en su territorio, más necesita abrir sus ventanas al mundo.

Un transición definitiva

Este episodio en Asunción es el síntoma perfecto del giro más profundo que está experimentando la educación superior a escala planetaria. Estamos presenciando - y debemos acelerar - la transición definitiva del modelo de la "torre de marfil" autosuficiente al del "motor" de ecosistema. Hace apenas veinte años, la colaboración académica internacional era un proceso lento, casi diplomático, basado en intercambios de cartas, convenios fosilizados en papel y viajes esporádicos. Hoy, la realidad es otra. Un profesor de Sociología de una universidad local puede, en una tarde, coordinar un seminario virtual con colegas de México y España, mientras sus estudiantes colaboran en tiempo real en un documento compartido con pares de Colombia y Chile. Un investigador en Biología puede cruzar datos de su trabajo de campo local con los de una red europea, gracias a plataformas en la nube. Lo que viví en Paraguay en mi último viaje fue precisamente eso: el reconocimiento de que los desafíos de la gestión universitaria, la relación con el alumno y el impacto social ya no son problemas locales, sino patrones globales que exigen soluciones en red.

Un nuevo modelo

Las plataformas, los datos y la IA están forjando un nuevo modelo universitario, abierto, ágil y centrado en el saber hacer

La transformación digital, tan mencionada y a veces tan mal entendida, no es simplemente una caja de herramientas brillantes. Es el tejido conectivo de esta nueva realidad. Es lo que permite que un diagnóstico hecho a miles de kilómetros de distancia resuene tan profundamente aquí. Ha demolido las barreras físicas del saber y, al hacerlo, ha obligado a la universidad a salir de su enclaustramiento. Ya no se investiga, se hace extensión o se vincula con la sociedad como antes. La investigación es, cada vez más, colaborativa y abierta. La extensión universitaria deja de ser una actividad marginal para convertirse en el corazón de la misión: una vía de doble sentido donde la universidad aprende de la comunidad tanto como le enseña. La velocidad del cambio exterior - tecnológico, social, económico - ha irrumpido en las aulas y en los despachos, y exige una agilidad que las estructuras rígidas del siglo XX no pueden proporcionar.

Y es aquí, en este cruce entre la urgencia del mundo y la inercia de las instituciones, donde surge la gran fractura sobre la que debemos deliberar.

¿Qué valor tiene un plan de estudios rígido, diseñado para durar cinco o seis años, en un contexto donde el conocimiento técnico puede tener una fecha de caducidad de apenas un par de años?

La idea romántica —y ahora obsoleta— del título universitario como garantía de un paquete completo y duradero de saberes se está desmoronando ante nuestros ojos. Pensémoslo con crudeza: un estudiante que ingresa hoy a una carrera de informática, arquitectura o incluso de derecho verá cómo gran parte de lo aprendido en su primer año habrá evolucionado o sido reemplazado para cuando se gradúe. La sociedad no necesita, o al menos no solo, diplomas que certifiquen un aprendizaje del pasado. Necesita, perentoriamente, personas ágiles, capaces de aprender, desaprender y reaprender en tiempo real. Personas que puedan enfrentar problemas que aún no tienen nombre.

¿Qué sabes hacer hoy?

El estudiante del siglo XXI no puede permitirse el lujo de esperar cinco años o más para que el acto de colación registre lo que vale. Necesita acreditar sus competencias mientras las adquiere, en un mercado laboral que ya no pregunta "¿qué título tienes?" sino "¿qué sabes hacer hoy?".

Frente a este desafío titánico, emerge desde los márgenes del sistema la innovación más revolucionaria en certificación desde la invención del diploma medieval: las microcredenciales y la 'wallet' o cartera digital del saber hacer en donde digitalmente los estudiantes porten sus certificados que dan cuenta de las competencias que adquiere en su paso por el sistema educativo, en particular, la universidad y que a través de plataformas y códigos específicos de construcción sean reconocidos mundialmente.

Imaginemos un escenario cercano. Un estudiante de Arquitectura no solo cursa su carrera, sino que simultáneamente completa una microcredencial durante el cursado de una o más asignaturas en "Modelado 3D sostenible con software de vanguardia", ofrecida por su universidad en conjunto con un estudio internacional. Un profesional en ejercicio, quizás un graduado de hace una década toma un programa corto y riguroso en "Análisis de datos para políticas públicas urbanas" y recibe una insignia digital verificable. Estas microcredenciales, certificados o nanogrados no reemplazan al título, pero lo complementan, lo actualizan y lo personalizan de una manera antes impensable. Son como átomos de conocimiento aplicado que el individuo va acumulando en su cartera digital y es transportable en sus dispositivos digitales. Esta 'wallet' se convierte en un currículum vivo, modular y dinámico, una narrativa visual de sus capacidades actuales. Ya no se trata solo del prestigio de la institución que expidió el título, sino del valor concreto de las habilidades que la persona puede demostrar aquí y ahora. Este sistema democratiza el aprendizaje, reconoce la experiencia no formal y, sobre todo, acorta dramáticamente el tiempo entre el aprendizaje y su reconocimiento válido en el mundo.

La inteligencia colectiva

Sin embargo, la tecnología y las nuevas formas de certificar son solo el medio. El viaje a Paraguay me dejó una certeza más profunda: el verdadero camino no está pavimentado con software, sino con inteligencia colectiva y sentido de propósito. La innovación universitaria con impacto duradero avanza cuando fortalecemos deliberadamente las redes —tanto las nacionales como las internacionales—, cuando abrimos espacios de diálogo genuino para contrastar modelos exitosos y fracasos instructivos, y cuando compartimos aprendizajes sin el vano resguardo de la competencia.

Debemos construir, entre todos, universidades que innoven con sentido, donde cada cambio tecnológico esté al servicio de una pedagogía más humana; con impacto, donde la investigación y la extensión se midan por la mejora tangible en la vida de las personas; y con visión de futuro, que anticipe tendencias sin perder de vista su misión humanística fundamental.

La innovación como respuesta: modelos ágiles para formar a quienes resolverán los problemas de mañana.

En este balance de fin de año, la conclusión es clara y esperanzadora. Nuestras universidades, al igual que la que visité en Asunción, enfrentan una tarea dual y apasionante. Deben, por un lado, enraizarse con más fuerza que nunca en las necesidades específicas de su territorio: comprender la industria regional, diagnosticar los problemas sociales locales, ser un socio confiable para el municipio y las pymes. Por otro lado, debe tejer su hilo con audacia en la red global del conocimiento, colaborando en investigaciones, importando y exportando buenas prácticas, y permitiendo que sus estudiantes y profesores sean ciudadanos académicos del mundo. Esta es la verdadera transformación: que las paredes del aula se vuelvan transparentes, dejando entrar con crudeza los problemas del mundo y dejando salir, con creatividad y rigor, las soluciones que germinan dentro.

El título debe dejar de ser una meta estática para convertirse en un mapa de navegación inicial, una brújula en un viaje de aprendizaje permanente. La universidad-isla, cerrada y autosuficiente, es un modelo del pasado. La universidad-motor, que impulsa a su comunidad y es impulsada por las conexiones globales, es la única posibilidad de futuro. Este fin de año, hagamos un balance que no mire solo con nostalgia hacia atrás, sino que trace con valentía las coordenadas del porvenir. La educación del mañana ya no es un destino al que se llega; es una conexión que se activa, una competencia que se certifica al momento y un problema real que, junto a otros —en la mesa de Asunción, de nuestra ciudad o de cualquier lugar del mundo—, se resuelve con ingenio compartido. El viaje, les aseguro, ya ha comenzado.

 

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