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6 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
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Grandeza de Belgrano hacia los vencidos

Jueves, 20 de febrero de 2025 02:28
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Tras la victoria obtenida por Belgrano en Tucumán el 24 de febrero de 1812, a fines de diciembre de ese año, aprestó su ejército con dirección a Salta ocupada por Pío Tristán, al que ya había derrotado.

Largas jornadas bajo el abrasador sol del estío, sorteando el desafiante río Pasaje, luego denominado Juramento, después de efectuar el notable acto de reconocer a la Soberana Asamblea y juramentarla, en un derrotero en el que las tropas avanzaron hacia Salta. Un atajo tomado por la quebrada de Chachapoyas, bajo una densa llovizna, le permitió tomar descanso en la casa del mayor Saravia el 19 de febrero.

Sin darse tregua en su periplo, aprestó a su tropa y en la mañana del día 20 se dispuso a la acción con unas nubes que empezaron a despejarse para dar paso a los rayos del sol. La acción fue contundente. El ejército realista fue perseguido hasta que en pocas horas la acción resultó favorable a las armas de la Patria. Después de haber tocado sin fruto todos los resortes que estaban a su alcance, Tristán se decidió a pedir capitulación y mandar a su parlamentario.

A resulta de la batalla, el ejército realista perdió diecisiete jefes y oficiales, tomados prisioneros en el campo de batalla, cuatrocientos ochenta y un muertos, ciento catorce heridos y rendidos dos mil setecientos setenta y seis soldados, cinco oficiales y noventa y tres, entre tenientes y capitanes.

Las pérdidas del ejército de Belgrano alcanzaron a ciento trece muertos, cuatrocientos treinta y tres heridos y cuarenta y dos contusos. Estas cifras dan cuenta de lo encarnizada que debió ser la lucha.

El fuego se suspendió en todas partes y los artículos de la capitulación se arreglaron esa misma tarde.

La capitulación

En la mañana del día 21, los dos ejércitos estaban sobre las armas. El uno para desocupar la plaza; el otro, para entrar en ella; el uno para entregar las armas; el otro para recibirlas. El tiempo seguía lluvioso y a ratos caían buenos chaparrones; a pesar de eso, serían las nueve cuando el ejército real salió al campo, formado en columna, llevando los batallones los jefes a su cabeza, batiendo marchas sus tambores, y sus banderas desplegadas.

Una columna comenzó a desfilar delante de Belgrano y su oficialidad, quienes estaban apostados para recibir el armamento que iba entregando hombre por hombre, juntamente con sus cartucheras y correajes. Los tambores hicieron lo mismo con sus cajas, los pífanos con sus instrumentos, y el abanderado entregó finalmente la real insignia, que simboliza la conquista y un vasallaje de trescientos años.

La caballería echó pie a tierra para entregar sus espadas, carabinas y demás; los artilleros dejaron también sus cañones, cajas, juegos de armas. Desarmados completamente, Tristán se apresuró a sacar sus tropas cuanto antes para tomar camino al Perú. En total, Tristán entregó en la rendición diez piezas de artillería, dos mil ciento ochenta y ocho fusiles, doscientas espadas, pistolas y carabinas, todo su parque, maestranza y demás pertrechos de guerra.

Las pérdidas del ejército de Belgrano alcanzaron a ciento trece muertos, cuatrocientos treinta y tres heridos y cuarenta y dos contusos.

Es interesante señalar que este acto fue silencioso, ordenado, sublime, nada de insultos, nada de ridícula jactancia. Un acto armonioso en el que el vencedor no hostiga al vencido, propio de un ejército a la medida de su cristianísimo y humanista general.

José María Paz en sus "Memorias Póstumas" manifiesta que tal situación representaba un "Acto terrible para los militares que sufrían tan gran afrenta, pero grandioso para la libertad y los que la sostenían".

Una condición básica en los términos de la capitulación obligaba por juramento desde el general en jefe hasta el último soldado, a no volver a tomar las armas contra las Provincias Unidas del Río de la Plata, en las que comprendían Charcas, Potosí, Cochabamba y La Paz. Un requisito al que se sometió el general realista, pero del que luego se desembarazó.

Belgrano aspiraba a que Goyeneche pusiera en libertad a los prisioneros patriotas que tenía en su poder, tomados en diferentes encuentros desde el Desaguadero. A cambio entregaría los prisioneros habidos en la jornada del día 20, y permitió que la guarnición de Jujuy se retirara con sus armas sin provocar daño en su derrotero.

Concluida el acto de capitulación, el ejército desarmado, salió de Salta con la promesa de no volver las armas contra los americanos.

El respeto a los derrotados

La grandeza de alma de Belgrano se puso de manifiesto en esta oportunidad, haciéndolo protagonista de uno de los episodios más excelsos de la historia argentina. Cabe considerar que los enemigos eran tan americanos como sus vencedores y Belgrano con esta actitud de misericordia, creyó inspirar en ellos el espíritu de la Revolución, para que al regresar vencidos y desarmados a sus tierras, constituyeran una vanguardia que devolviera a la Revolución el prestigio perdido en el Alto Perú, por la falta de criterio de Castelli.

"Es interesante señalar que este acto fue silencioso, ordenado, sublime, nada de insultos, nada de ridícula jactancia".

Como suele suceder muchas veces, los nobles propósitos entran en colisión con los intereses particulares. Sobre la belleza del gesto, se impuso el odio y la falta de palabra. El propósito político de Belgrano no se pudo cumplir con la amplitud que él esperaba.

Sin embargo, la derrota de Salta hizo efecto en Goyeneche, quien estaba apostado en Potosí al frente de un poderoso ejército, que inició de inmediato un repliegue hacia Oruro, después de dejar en libertad a los prisioneros patriotas que tenía. Puso de esta manera fin a su acción militar, pues abandonó a poco la milicia y pasó a España a vivir ignorado el resto de su vida.

Al iniciar el repliegue de las tropas proclamó que los vencidos de Salta estaban absueltos de su juramento de no levantar nunca más las armas en contra de los patriotas. Esa absolución provino del arzobispo de Charcas y el obispo de La Plata, quienes los incitaron a no deponer las armas.

De tal suerte, se violentaba el juramento hecho a Belgrano en la plaza de armas de Salta. Una palabra que dejó de tener valor.

El historiador Luis Paz refiere que sólo siete oficiales y trescientos soldados se prestaron a favor de la voluntad de los dignatarios eclesiásticos. Todos los demás siguieron su ruta a La Paz, Puno, Cuzco y Arequipa, de donde procedían, y donde contribuyeron directa o indirectamente a la causa americana.

"El 20 de febrero de 1813, es un gran día en los anales argentinos: es el día en que el general Belgrano se inmortalizó".

El general García Camba, en sus "Memorias de las Armas Españolas en el Perú", refleja el cambio de motivación en las huestes derrotadas: "Muchos de ellos (la tropa derrotada) imbuidos de ideas nuevas, fue voz pública que empezaron a promover conferencias y juntas clandestinas, de cuyas resultas se divulgaron especie subversivas que no dejaron de influir en la sensible deserción que menguaba las filas del ejército".

Otro historiador español, Mariano Torrente, en su obra "Historia de la Revolución Hispanoamericana", expresa que los capitulados en Salta "volvieron a sus tierras dedicándose algunos a pervertir el espíritu público, proclamando el brillo y el entusiasmo de las tropas de Buenos Aires, y pintando con los colores más halagüeños, la causa que defendían".

Está fuera de duda que los sentimientos patrióticos y las ideas de independencia penetraban en los americanos del ejército español.

Y es que el bellísimo gesto de Belgrano en perdonar a la tropa realista a cambio de no volver las armas contra los vencedores tenía una razón lógica: el enemigo era tan americano como los patriotas. Así las cosas, la lucha devenía en fratricida, porque el grueso de la tropa estaba contundentemente compuesto por varones que nacieron en territorio americano. De allí que Belgrano obrara con magnanimidad hacia esos americanos que revistaban en el ejército español.

Otro vértice del respeto hacia el enemigo es que haya dispuesto la sepultura de los occisos de ambos ejércitos en una fosa común. Sobre ella se colocó una gran cruz de madera con una leyenda sencilla, pero elocuente: "Aquí yacen los vencedores y vencidos del 20 de febrero de 1813". La misma se conserva en la iglesia de San Juan Bautista de la Merced.

Cabe lamentar que, ante tal demostración de humanidad y caridad cristiana, Pío Tristán y algunos de sus oficiales y soldados, desconocieran la validez del juramento y promesa de no combatir a hermanos americanos.

Belgrano, inmortal

La historia patria está recorrida por hechos magnánimos y de augusta grandeza. No es posible recordar esos días de honor para nuestras armas y de gloria para la más justa de las revoluciones, sin envanecerse de pertenecer a un pueblo que supo adquirirla.

El 20 de febrero de 1813, es un gran día en los anales argentinos: es el día en que el general Belgrano se inmortalizó.

Empero, hubo una palabra, un juramento, una promesa rota, una palabra devaluada. Triste jalón en la gran epopeya americana. Pero lamentablemente no sería la única oportunidad en que la palabra sería devaluada. Somos conscientes de la infinita cantidad de veces que eso ha sucedido para tristeza de los habitantes de esta tierra. Entre los destellos del bronce, también se escurren las sombras.

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