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"La geopolítica es la comprobación de que los mapas también se mueven". Esta vieja sentencia de Henry Kissinger permite entender que el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca constituye muy probablemente el acontecimiento históricamente más disruptivo ocurrido en el escenario mundial desde la disolución de la Unión Soviética en 1991. Las primeras semanas de su segundo mandato presidencial revelaron que la consigna proselitista de "Hacer a América grande otra vez" (MAGA) tiene también una inédita dimensión geográfica. Desde su proclamada propuesta de adquisición de Groenlandia hasta la idea de convertir a Canadá en el 51° estado de la Unión, pasando por la posibilidad de intervenir militarmente en México para combatir a los cárteles del narcotráfico y la recuperación del canal de Panamá, Trump muestra una nueva faceta que desorienta incluso a algunos de sus partidarios.
Más allá de sus implicancias en el mediano y largo plazo, esta ofensiva retórica tiene efectos inmediatos en las relaciones entre Estados Unidos y los países involucrados. En Groenlandia, donde en las recientes elecciones legislativas triunfó un candidato opositor de centro-derecha, partidario de independizar el territorio de la corona de Dinamarca, es posible que una oferta de integración económica que contenga un programa de ayuda financiera, inversiones masivas y la instalación de una importante base militar estadounidense resulte aceptable para la mayoría de su pequeña población de apenas 56.000 habitantes.
En Panamá el presidente José Raúl Mulino respondió rápidamente a la amenaza de Trump, fundada en la supuesta violación del tratado Carter- Torrijos que implicó la devolución del canal, a raíz de la fuerte presencia china en la infraestructura portuaria adyacente a la estratégica ruta interoceánica. El gobierno panameño promovió que BlackRock, el conglomerado financiero más importante del mundo, adquiriese los puertos a Hutchison, la compañía oriental con sede en Hong Kong, cuya influencia en la zona había sido considerada "inaceptable" por el Secretario de Estado estadounidense Marco Rubio.
Mucho más conflictiva fue la respuesta de los dos países fronterizos, afectados por las medidas arancelarias orientadas a promover la relocalización en Estados Unidos de las filiales de las corporaciones estadounidenses radicadas en los socios del T-MEC, (ex NAFTA). El nuevo primer ministro canadiense, Mark Carney, y la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, fueron igualmente categóricos en su respuesta a las presiones de Washington. Pero ninguno de ambos gobiernos contempla, ni por asomo, una confrontación con Estados Unidos.
Plata y plomo
La historia estadounidense está unida a su expansión territorial. Cuando declararon su independencia en 1776, las trece colonias británicas tenían un poco más de un millón de kilómetros cuadrados, una superficie semejante al territorio actual de Colombia. El Virreinato del Río de la Plata abarcaba cinco millones de kilómetros cuadrados. Hoy, con más de nueve millones de kilómetros cuadrados, el territorio estadounidense cubre un área casi nueve veces más grande y es la cuarta nación más extensa del mundo. Ninguno de los "Padres Fundadores" objetó en su momento el nombre oficial de Estados Unidos de América, una ambiciosa denominación continental que geográficamente incluye desde Alaska a Tierra del Fuego.
Un cuarto de siglo después, durante la presidencia de Thomas Jefferson (1801-1809), comenzaron las negociaciones con la Francia de Napoleón Bonaparte que culminaron en 1803 con la adquisición de la Luisiana francesa una franja alargada que ocupaba el centro del país, conformada hoy por quince estados que constituyen el 22,3% de la superficie estadounidense.
En 1819 España, fuertemente desgastada por las guerras de la independencia americana y en vísperas de su derrota a manos de los insurgentes mexicanos, suscribió el tratado Adams-Onis que implicó la venta a Estados Unidos de la península de Florida, que había ocupado durante 300 años, pero ya no estaba en condiciones de defender.
Después de su independencia en 1821, México se había convertido en un territorio independiente de cuatro millones de kilómetros cuadrados que despertó la ambición estadounidense. El conflicto comenzó en 1845, cuando Texas, que en 1836 se había separado de México para constituirse en un estado independiente, resolvió anexarse a la Unión. Tras una guerra de tres años, en 1848 México cedió, a cambio de compensaciones económicas, lo que era el 55% de su territorio, incluyendo los actuales estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México, la mayor parte de la superficie de Arizona y Colorado y partes de Oklahoma, Kansas y Wyoming.
En 1853 el gobernador ruso de Siberia Oriental escribió una carta al zar Nicolás II en la que señalaba que Estados Unidos se extendería "inevitablemente" por América del Norte y que "tarde o temprano" el imperio ruso tendría que ceder sus posesiones en la llamada "América rusa", que controlaba desde 1733. Luego de unos años de negociaciones se concretó la venta de Alaska a Estados Unidos.
Canadá quedó así encerrado entre dos partes de la superficie de Estados Unidos, una singularidad geográfica que alimenta la argumentación de Trump. No son difíciles de imaginar las maldiciones de José Stalin al recordar aquella concesión territorial que impidió que la Unión Soviética fuera parte del continente americano. Para Trump, en cambio, esa compra de una gigantesca isla de hielo casi deshabitada es un precedente para su reivindicación de Groenlandia.
El destino manifiesto
Este ciclo expansivo continuó con la guerra hispano -estadounidense, que estalló en 1898. Estados Unidos, que venía negociando con Madrid la adquisición de Cuba, salió en apoyo del movimiento independentista cubano liderado por José Martí. España cayó rápidamente derrotada y, también con la contrapartida de una compensación económica, cedió a Estados Unidos los territorios de Puerto Rico (erigido en "estado asociado" de la Unión), Guam (una pequeña pero estratégica isla en el Pacífico Occidental), y Filipinas, independizada en 1946. Cuba logró su independencia, pero la "enmienda Platt" legalizó la intervención estadounidense en determinadas circunstancias, mientras que la ciudad de Guantánamo pasó a ser hasta hoy una base militar estadounidense.
En el clásico estudio de Frederick Turner "El significado de la frontera en la historia americana", publicado en 1893, queda reflejado el valor que tiene esa expansión en el imaginario estadounidense. Turner describe la historia de Estados Unidos en el siglo XIX como una constante "marcha hacia el Oeste", en la que en sucesivas oleadas los colonos avanzaron desde el Océano Atlántico hasta llegar al Pacífico, en una epopeya consolidada por el desarrollo del ferrocarril. En 1848, el periodista John O'Sullivan acuñó el término "destino manifiesto" para definir la vocación del pueblo estadounidense de convertirse en portador mundial de una nueva civilización.
Esa convicción de ser protagonistas de una experiencia históricamente trascendente que antaño moldeó la conciencia nacional estadounidense empezó a decaer en los últimos tiempos. La preocupación porque el ascenso de China implica su desplazamiento como primera superpotencia hizo que la mayoría de la opinión públicas virase hacia el pesimismo. Ese desagrado profundo fue capitalizado por Trump con su promesa de "¡Make America great again!".
Ni Groenlandia será estadounidense ni Canadá será el 51° estado de la Unión ni la administración del canal de Panamá volverá a Estados Unidos ni México cederá su soberanía territorial con las incursiones militares de su vecino contra los cárteles del narcotráfico. Pero Groenlandia, Canadá, Panamá y México estarán cada vez más dentro de la esfera de influencia de Washington, lo que implica también una mayor presencia en dos de los tres pasos interoceánicos (el Ártico y el canal de Panamá) y abre un interrogante sobre lo que puede suceder en el futuro en el extremo sur del hemisferio americano.
Como se suele decirse cada vez con mayor frecuencia en los medios diplomáticos "a Trump hay que tomarlo muy en serio, pero no literalmente". En 1945, cuando se fundaron las Naciones Unidas, había 57 países independientes, hoy son 193. Kissinger tenía razón: "los mapas también se mueven".
* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico